Maduras son mejores. El catálogo del amor.

Capítulo 12.1.///

Me quedo ahí tirado, mirando el techo con sus manchas de humedad que parecen mapas de países que no existen, leyendo y releyendo el mensaje hasta que las letras pierden sentido, hasta que "Mateo" deja de ser un nombre y se convierte en un sonido abstracto. Mateo. El bebé tiene nombre. Tiene peso. Tiene existencia fuera del vientre que yo adoraba como altar portátil. Ya no es una posibilidad flotando en líquido amniótico, ya no es esa promesa hinchada bajo la tela de los vestidos de Celia, ya no es el latido secreto que yo imaginaba escuchar cuando pasaba cerca de ella en el parque. Ahora es un niño real, con pulmones que respiran aire, con ojos que verán el mundo, con manos que agarrarán cosas, con una vida que se desenrollará década tras década sin que yo tenga absolutamente nada que ver en ella.

Esa misma mañana, después de ducharme con agua casi hirviendo como si pudiera lavar esta sensación de estar de más en todas partes, me visto con la única camisa limpia que me queda y salgo a comprar regalos con una urgencia que no comprendo pero que me empuja por las calles como si fuera la última cosa importante que puedo hacer. Primero voy al mercado de pulgas de la plaza San Miguel, ese laberinto de puestos donde venden desde antigüedades genuinas hasta mierda disfrazada de tesoro, y allí encuentro una manta tejida a mano por una señora mayor con dedos nudosos como raíces, lana suave en tonos azul cielo y blanco nube, con un patrón de estrellitas que parecen constelaciones. Me cuenta que la tejió pensando en su nieto que vive en el extranjero y nunca viene a visitarla, y hay algo en sus ojos acuosos que me parte por la mitad, así que le pago el doble de lo que pide y me voy rápido antes de que empiece a llorar o peor, antes de que yo empiece.

Después encuentro en una tienda de juguetes un osito de peluche pequeño y rechoncho, color miel, con ojos bordados en hilo negro que parecen mirarme con una inocencia que me acusa de algo que no sé nombrar. Lo agarro y lo aprieto contra mi pecho y por un segundo me imagino dándoselo directamente a Mateo, viéndolo agarrarlo con esas manitas microscópicas que tienen los recién nacidos, but la imagen se disuelve tan rápido como llegó porque sé que eso nunca va a pasar. Compro también un libro de cuentos con páginas gordas de cartón duro que no se rompen fácil, ilustraciones de animales del bosque con colores brillantes y textos simples sobre amistades improbables entre zorros y conejos, y una caja de jabones artesanales de lavanda y manzanilla para que el crío no se llene de sarpullidos, porque leí en alguna parte que los bebés tienen la piel sensible y hay que cuidarlos como si fueran de cristal los primeros meses.

Todo lo envuelvo yo mismo en papel azul claro que compro en una papelería, con mis manos torpes que no saben hacer lazos bonitos y que terminan haciendo nudos irregulares que parecen hechos por un niño de primaria. No pongo tarjeta, no firmo nada, no escribo ningún mensaje cursi de felicitación o bienvenida al mundo, porque sé en lo más profundo de mis huesos que no tengo derecho a estampar mi nombre en algo que ya no me pertenece, si es que alguna vez me perteneció. Mi devoción era por el antes, por el latido escondido detrás de las costillas de Celia, por el misterio del vientre abultado que yo miraba con una reverencia casi religiosa, por esa vida en potencia que podía ser cualquier cosa. No por los pañales cagados, los llantos a las tres de la madrugada, las noches sin dormir, la madre agotada con ojeras hasta las rodillas que ahora ama a ese bebé con un fuego ancestral que no necesita testigos, mucho menos uno como yo que nunca debió estar cerca en primer lugar.

Llego al Hospital General al atardecer, cuando el sol se está poniendo detrás de los edificios pintando el cielo de naranjas y rosas obscenos que parecen burlarse de lo que siento, con la bolsa apretándome las manos sudorosas y el corazón dándome leches en las costillas como un preso golpeando los barrotes de su celda, como si quisiera salirse de mi cuerpo y huir de esta situación absurda. Me quedo en la acera de enfrente, medio escondido tras un árbol plantado en un cuadrado de cemento, un liquidámbar con hojas amarillas y marrones que parecen rendidas, derrotadas, cayendo una a una como si el otoño supiera mejor que yo que algo se acabó y no hay vuelta atrás.

Desde ahí, con el tráfico pasando entre nosotros y la gente entrando y saliendo del hospital con flores y globos y caras de preocupación o alivio, veo a Celia en una ventana del segundo piso, ala de maternidad. Está sentada en una silla de ruedas color verde institucional, el pelo un desastre de ondas grasientas recogido en una cola de caballo descuidada, con una bata de hospital de esas horribles que se abren por atrás y que le cuelga de los hombros más delgados de lo que recordaba. Tiene el bebé envuelto en una manta blanca con ribetes rosados en los brazos, pegado a su pecho como si fuera parte de ella, como si nunca hubieran sido dos personas separadas. No le veo la cara al crío desde esta distancia, no distingo sus rasgos ni su expresión, pero lo imagino con esa claridad alucinante que a veces me visita: ojos cerrados como conchas apretadas, párpados translúcidos con venitas azules, puños minúsculos apretados con esa fuerza sorprendente que tienen los recién nacidos, boquita moviéndose como si ya tuviera quejas sobre este mundo frío y ruidoso al que lo han arrastrado.

Y en ese momento, viendo a Celia mecerse suavemente con el bebé, viendo cómo inclina la cabeza para oler su coronilla con una intensidad que puedo sentir desde aquí a través del cristal y la distancia, siento algo tan puro, tan limpio y cristalino como agua de manantial, que por un segundo genuinamente pienso que toqué la redención, que encontré algo parecido a la paz. Me doy cuenta de algo fundamental: no necesito tocarlo, ni cargarlo, ni que me reconozca como el tipo raro que seguía a su madre embarazada por el parque, ni que alguna vez sepa que existí. Solo saber que está vivo, respirando aire por primera vez, con pulmones que funcionan y corazón que late, amado ferozmente por quien debe amarlo, por la persona que lo llevó dentro nueve meses y lo trajo a este mundo con dolor y sangre y valentía, me basta. Por primera vez en todos estos meses de obsesión y delirio, siento que lo que hice –por retorcido y enfermo que parezca– tuvo algún tipo de sentido, no como acción sino como testigo, como el que estuvo ahí para atestiguar un milagro aunque nadie le pidiera que lo hiciera.




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