Pero entonces, como si el universo no pudiera dejarme tener ni cinco minutos de algo parecido a la serenidad, Celia se levanta de la silla de ruedas con esfuerzo visible, agarrándose del brazo de una enfermera que acaba de entrar a la habitación, apoyándose después en la cama con movimientos cuidadosos de quien acaba de pasar por un trauma físico, y lleva al bebé a la cuna de plástico transparente que está junto a la ventana, esa cuna institucional con rueditas y sábanas blancas almidonadas. Lo deposita ahí con una ternura tan absoluta, tan total y completa, que me corta la respiración y me hace querer apartar la mirada pero no puedo, estoy clavado ahí como testigo involuntario de esta escena íntima que no me pertenece. Le da un beso en la frente al bebé, sus labios tocando esa piel nueva y perfecta, and luego se queda ahí parada mirándolo durante un largo minuto, con las manos apoyadas en el borde de la cuna, con una expresión en el rostro que es mitad adoración mitad agotamiento absoluto.
Y yo, desde la calle con el ruido del tráfico y el olor a escape y el viento frío que me corta la cara, siento que algo se me quiebra por dentro, not de envidia aunque hay algo de eso también, sino de una aceptación pesada y definitiva como una lápida: ese lugar junto a la cuna nunca fue mío, nunca estuvo disponible para mí, ni siquiera en mis fantasías más delirantes tenía sentido. Mi devoción era una plegaria lanzada al vacío, un mantra repetido en la oscuridad, no una reclamación legítima de derechos o reconocimiento. Era el amor del fanático por su santo, del feligrés por su dios lejano, unilateral y sin expectativa de reciprocidad. Y ahora que el milagro salió del vientre, ahora que dejó de ser misterio inaccesible y se convirtió en realidad tangible que hay que alimentar y limpiar y cuidar todos los días durante décadas, la plegaria también debe morir. Tiene que morir. No hay lugar para mí en esta historia ahora que realmente comenzó.
Me quedo ahí plantado un buen rato, tanto que el cielo pasa de naranja a púrpura y finalmente a un azul oscuro donde empiezan a aparecer las primeras estrellas o quizás son aviones, ya no distingo bien. Las luces del hospital se encienden una tras otra, automáticas, fluorescentes, convirtiendo las ventanas en rectángulos brillantes contra la fachada de cemento, y la ventana de Celia se vuelve un espejo donde solo veo mi silueta reflejada, oscura y sola como un perro callejero que espera fuera de una casa que nunca será la suya, esperando migajas de afecto o al menos reconocimiento de su existencia. Veo a la enfermera cerrar las cortinas finalmente, ocultando el interior de la habitación, y es como si hubieran bajado el telón de una obra en la que yo era espectador no autorizado.
Sin acercarme al edificio, sin llamar por teléfono, sin mandar mensaje de felicitación, sin hacer ningún movimiento que pudiera trazar una línea entre mi existencia y la de ellos, camino rodeando el hospital hasta la entrada principal. Dejo la bolsa de regalos junto a la puerta de emergencias, apoyada contra la pared de ladrillo sucio, al lado de un cenicero rebosante de colillas y un bote de basura que huele a desinfectante mezclado con algo orgánico y desagradable. La acomodo con cuidado, asegurándome de que no se caiga, de que alguien la vea, de que eventualmente llegue a su destino aunque yo no esté ahí para presenciar ese momento. No me quedo a verificar que alguien la recoja. Me voy caminando despacio, con las manos vacías metidas en los bolsillos de mi chamarra, como si cada paso me arrancara un pedazo de algo que nunca tuve realmente pero que aun así pesa como si lo hubiera cargado durante años.