Camino por calles que conozco de memoria pero que esta noche parecen distintas, como si las viera por primera vez o por última vez, con la luz amarillenta de las farolas creando charcos de luminosidad entre las sombras. Paso frente al parque donde solía ver a Celia, ese banco específico donde se sentaba a descansar cuando el embarazo le pesaba demasiado, y me detengo ahí un momento, mirando el espacio vacío, intentando capturar algún residuo de lo que sentía entonces pero solo encuentro un vacío sordo. El parque está desierto a esta hora, solo un par de adolescentes fumando porros en las gradas y un vagabundo durmiendo en una banca cubierto con periódicos.
Llego a mi edificio cuando ya es noche cerrada, subo los tres pisos con piernas que parecen de concreto, abro la puerta de mi departamento y me recibe el silencio habitual, ese silencio denso que he llegado a conocer mejor que mi propio reflejo. No enciendo las luces. Me quito los zapatos dando patadas, me tiro en la cama todavía vestido, con la chamarra puesta y todo, and me quedo ahí mirando el techo invisible en la oscuridad, escuchando los ruidos del edificio: el televisor del vecino de arriba, la pareja del 3B que está discutiendo otra vez, la tubería que hace un sonido metálico cada vez que alguien usa el agua.
Esa noche no sueño con cunas vacías como he soñado tantas veces en los últimos meses, con esas pesadillas recurrentes donde entraba a habitaciones llenas de cunas blancas todas vacías, sábanas inmaculadas pero sin bebés, un silencio absoluto donde debería haber llanto. Esta vez sueño con una cuna llena, con un bebé que me mira directamente con ojos oscuros y sabios, demasiado sabios para un recién nacido, y me sonríe con una sonrisa sin dientes que de alguna manera transmite perdón o quizás comprensión o tal vez solo es la sonrisa involuntaria que hacen los bebés cuando tienen gases. En el sueño me acerco a la cuna y el bebé levanta sus bracitos hacia mí como invitándome a cargarlo, y cuando extiendo las manos descubro que son transparentes, que puedo ver a través de ellas, que soy un fantasma que no puede tocar nada real.
Al despertar, con la luz gris del amanecer filtrándose por mi ventana sin cortinas, por primera vez en meses no lloro. No siento ese peso aplastante en el pecho que me ha acompañado desde que empezó toda esta locura. Me quedo quieto en la oscuridad que se va disolviendo lentamente, con las manos vacías descansando sobre mi estómago, y capto con una claridad que casi duele que mi amor por la vida en camino era, al fondo, en su esencia más básica y patética, una manera de querer lo que nunca tendré, de proyectar mi necesidad desesperada de ser padre en algo que no tenía nada que ver conmigo. Era adorar el concepto de la paternidad sin tener que enfrentar la realidad brutal de ella: las noches sin dormir, las responsabilidades asfixiantes, el miedo constante de estar haciendo todo mal, el peso de moldear una vida humana con todas tus limitaciones y traumas.
Y ahora que nació, ahora que Mateo es un ser humano real con necesidades reales que requerirán décadas de atención constante, ya no necesito fingir que puedo cuidarlo, que tengo algo que ofrecer. Porque el cuidado de verdad, el amor de verdad, no se hace desde la sombra proyectando fantasías, no se hace desde fuera mirando a través de ventanas como voyeur emocional. Se hace desde dentro, con manos que cambian pañales a las tres de la madrugada, con brazos que cargan cuando duelen, con presencia constante que no se evade cuando las cosas se ponen difíciles. And yo, por más que lo intente, por más que me haya convencido durante estos meses de que mi devoción significaba algo, siempre he estado afuera, siempre seré el que mira por la ventana como un fantasma con regalos envueltos en papel azul, como un espectador que se coló al teatro sin boleto y ahora tiene que marcharse antes de que lo descubran.
Me levanto finalmente, me preparo un café que no me tomo, me ducho otra vez como si pudiera lavar capas de vergüenza acumulada. Me miro al espejo del baño con su luz fluorescente cruel y veo a un tipo de veintinueve años con ojeras profundas y una expresión que es mitad alivio mitad derrota. Mateo va a crecer sin saber que existí. Va a dar sus primeros pasos, decir sus primeras palabras, ir a su primer día de escuela, enamorarse por primera vez, tener su primer corazón roto, graduarse, tal vez tener sus propios hijos algún día, y en ninguno de esos momentos mi nombre aparecerá, ni siquiera como nota al pie, ni siquiera como anécdota extraña que Celia quizás nunca le cuente porque ni siquiera sabe realmente que existí en su órbita durante esos meses.
Y está bien. Tiene que estar bien. Porque la alternativa es seguir aferrado a una fantasía que ya no tiene donde anclarse, seguir siendo el tipo raro que acecha embarazadas con la excusa de que es devoción cuando realmente es una enfermedad, una necesidad patológica de llenar vacíos con cuerpos ajenos y vidas que no me pertenecen. Mateo va a estar bien. Va a estar más que bien. Tiene una madre que lo ama con esa ferocidad absoluta que solo las madres tienen, and eso es infinitamente más de lo que yo podría ofrecerle desde mi mundo de sombras y sustituciones.
Me visto con ropa limpia, salgo a la calle donde la ciudad ya despertó y bulle con su ritmo habitual, y por primera vez en mucho tiempo camino sin buscar mujeres embarazadas, sin escanear las calles en busca de vientres abultados que adorar. Camino simplemente, como una persona normal que va a ninguna parte en particular, y en ese acto tan mundano encuentro algo parecido a la libertad, o al menos el primer paso hacia ella. El fantasma con regalos finalmente se aleja de la ventana, aunque deja sus huellas en el vidrio empañado, marcas que nadie notará y que el viento eventualmente borrará.