Maestras: feminización, desvalorización y bajos salarios

Antecedentes del tema

Es significativo para este proyecto poder entender algunas de las características que pueden adoptar las relaciones de poder, en las que hay una construcción social en donde se perpetúan sistemas de privilegios. Para esto, se analizan algunos de los aportes hechos por Diana Maffia, Dra. en Cs. Soc. de la UBA, sobre el rol de la mujer desde una perspectiva histórica.

Parafraseando a Maffia, es posible afirmar que en la Antigüedad el orden social se fundaba en un orden natural basado en vínculos que establecían jerarquías de poder. Se decía que el amo era superior al esclavo, que el adulto era superior al niño y que el varón era superior a la mujer. Podría pensarse que así como un esclavo negro era un hombre negro en un sistema de esclavitud, una mujer doméstica era una mujer en un sistema de domesticidad. El sistema de géneros producía relaciones arbitrarias de explotación y de poder.

De pensar el orden social como un orden natural, se pasó a pensar que el modo en el que la sociedad se organizaba no dependía de la naturaleza, sino que lo hacía del contrato social. Se ligaba a la idea establecida como consenso de que unos sujetos reconocían a otros como iguales y como sujetos de derechos. En el origen de la ciudadanía moderna, el sujeto de derechos pasa a ser el ciudadano. Según la Dra. Diana Maffia ya no habría amos y esclavos, sino que serían ciudadanos. 

En la Modernidad se perciben dos ámbitos separados con lógicas e institucionalidades diferentes. Uno es el ámbito público, en el cual la institucionalidad es la del Estado que organiza a la sociedad, que en un contrato social se ha reconocido como pares que tienen derechos como ciudadanos, y los organiza con sus autoridades y relaciones de poder. El otro es el privado que permanece en un ámbito de naturaleza y en donde la institucionalidad es la familia. 

La familia moderna pasó a ser pensada como una relación afectiva, amorosa y de cuidado, pero que permanecía en un orden natural y al permanecer en él, quienes quedaban en esa relación familiar eran los hombres con las mujeres y los niños. Perpetuando así esa relación de poder, de patrimonio, de propiedad, en donde las mujeres y los niños eran considerados propiedad de los varones. 

En el orden público, por su parte, dejó de haber esclavitud. Sin embargo, en el ámbito privado las relaciones de poder en las que el adulto era considerado superior al niño y el hombre superior a la mujer continuaron naturalizadas en las relaciones familiares. 

En el siglo XVIII, las feministas de la primera ola destacan que pese a los ideales enarbolados por la Revolución Francesa que sostenían que todos los hombres nacen libres e iguales y que tienen los mismos derechos, la palabra “hombre” no aludía a toda la especie humana, sino que se consideraban “hombres” solamente a los varones, porque las mujeres seguían siendo propiedad de ellos. 

Iguales eran los hombres entre sí y, ni siquiera todos los hombres, porque la propia teoría del contrato social decía que los afrodescendientes y los indígenas tenían un razonamiento que no era abstracto, universal y que no eran capaces de conocer derechos. Se creía que tenían un pensamiento mítico, una idea circular del tiempo, una gran relación con la naturaleza, que totemizaban a los árboles y a los animales, y que por ello no eran capaces de comprender el mundo con los ideales positivistas. 

El tipo de deidades y las concepciones culturales alejaban así de la ciudadanía, también a muchos varones. Entonces, esa ciudadanía presuntamente universal no era para ninguna mujer, pero tampoco para todo varón, sino que era para algunos varones que tenían una cierta relación de poder. Todos los demás quedaban por fuera del mundo político.

En la Modernidad, los niños no tenían su propia autonomía, ni eran sujetos de derecho, y a las mujeres no se las creía capaces de tener razonamiento abstracto y de comprender los derechos. Por lo tanto, se justificaba que había que decirles lo que tenían que hacer. No podían votar, ni ser votadas, ni tener ningún tipo de contrato social, porque eso implicaría comprender los términos de dicho contrato, al ser estos derechos universales. Por lo tanto, siguiendo esta lógica, si no comprendían lo universal, no podían establecer un contrato.

Las mujeres muy tardíamente, a mediados del siglo XX, empezaron a acceder a los derechos civiles. No podían votar, no podían tener patria potestad sobre sus hijos y no podían administrar su fortuna. Es decir, que la “ciudadanía” del siglo XVIII para las mujeres tardó dos siglos más que para los hombres blancos y propietarios, porque la idea de una ciudadanía universal estaba completamente restringida a unos pocos sujetos poderosos. 

Se excluía a los niños, a las mujeres y a los pobres, porque solo podía ser ciudadano aquel que tuviera una propiedad y las mujeres no podían ser propietarias. Incluso hoy, en el siglo XXI, las mujeres solo son propietarias del 1% de los medios de producción en el mundo incluyendo la tierra. El 99% está en manos de varones. 

Muchas veces, las mujeres pertenecían a una clase social vicaria. Es decir, dependían de los varones sin tener ellas un ingreso directo al sistema de clases. Además, la sociedad le reservó a la mujer en el ámbito privado la función reproductiva, que se relaciona con el sistema capitalista y con el sistema de clases. La mujer tenía que reproducir biológicamente y de manera legítima a quien iba a heredar. Entonces, encerrar a las mujeres en el ámbito doméstico era asegurarse de que los hijos que ellas estaban destinadas a reproducir iban a ser hijos legítimos. 

La reproducción no estaba dada solamente en el sentido biológico, sino también, en un sentido económico y político. El sentido político era el de la reproducción social. Las mujeres, al educar a sus hijos, reproducían el orden social. Les enseñaban cómo ser niñas y cómo ser varones y cómo en el futuro iban a ocupar esos roles de género que el Estado tenía preparado para ellos. Además, las mujeres reproducían la fuerza de trabajo. Es decir, el varón que utilizaba su fuerza en el ámbito del trabajo y volvía a su casa cansado, con la ropa sucia, con hambre y en ocasiones humillado, en su hogar encontraba el modo en el que su ropa era lavada, era alimentado, descansaba y se restauraba su autoridad. Esto implicó que las mujeres fueran destinadas a un orden reproductivo, que incluía que se hicieran cargo sistemáticamente de las tareas domésticas. 




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