Mafias Peruanas

Capítulo 4; "La Ciudad en Llamas"

Lima amaneció cubierta por una neblina espesa que no dejaba ver más allá de dos cuadras. Los noticieros transmitían en cadena las imágenes borrosas del puerto del Callao después del tiroteo. Oficiales, peritos y bomberos revisaban la escena, pero ya no quedaba rastro del cargamento ni de los hombres de Ramos.

En una habitación de hotel de lujo en San Isidro, Camilo Herrera revisaba un maletín con dinero y documentos falsos. A su lado, dos guardaespaldas colombianos bebían café.
—“Diego cumplió… por ahora.” —dijo, sacando un puro y encendiéndolo—. “Pero un perro callejero sigue siendo un perro. Si ladra demasiado, lo callamos.”

Mientras tanto, en la comisaría de La Victoria, la teniente Andrea Huamán golpeaba con el puño la mesa de reuniones.
—“¿Quién ordenó la retirada? Teníamos el lugar controlado, ¡lo teníamos!”
Un joven suboficial dudó antes de contestar:
—“La orden vino del coronel Mendoza, teniente…”

Andrea no dijo nada. Solo sintió cómo un calor amargo le subía al rostro. Sabía que Mendoza no era hombre de ceder, a menos que algo más grande lo estuviera presionando.

En otro lado de la ciudad, Lucía Robles despertó con las manos atadas y la cámara fotográfica destrozada en el piso. Estaba en un cuarto húmedo, sin ventanas, con una sola puerta metálica. Una voz detrás de esa puerta le habló:
—“Señorita periodista, usted tiene algo que no debería… y nosotros queremos un intercambio.”

Esa misma mañana, en el Congreso, Montoya atendía un llamado en la sala de descanso:
—“Doctor Montoya, el cargamento del Callao llegó sin problemas al almacén de Villa El Salvador.”
Montoya sonrió.
—“Perfecto… ahora dile a Ramos que el siguiente envío será más grande. Y que esta vez, quiero un pago adelantado.”

Pero lo que no sabía Montoya era que su conversación estaba siendo interceptada por un operador de radio independiente. Freddy Vargas, locutor de “La Voz del Pueblo”, llevaba semanas siguiendo el rastro de los sobornos políticos y la conexión con los clanes criminales. Esa grabación podía encender el país como pólvora.

La tarde cayó y Lima se llenó de rumores. En las calles de Barrios Altos, un joven mensajero de Ramos fue interceptado por hombres encapuchados. El mensaje que llevaba era claro:

> “Esta ciudad es nuestra. Ramos es hombre muerto.”

Era el inicio de una guerra interna. Y como toda guerra, nadie estaba a salvo.

La noche en Lima no era silenciosa. Desde las avenidas principales se escuchaba el rugido de motocicletas, frenadas violentas y el eco de disparos lejanos.

En un almacén abandonado de Villa El Salvador, Diego Ramos estudiaba un mapa de la ciudad. Con él estaban dos de sus hombres más leales: “El Flaco” Cárdenas y “Chalaco” Medina.
—“No podemos seguir jugando a la defensiva” —dijo Ramos, golpeando la mesa—. “Si Camilo cree que puede mandar sicarios a nuestras calles, vamos a responder… y vamos a hacerlo esta misma noche.”

El Flaco encendió un cigarro y asintió.
—“¿Qué blanco, jefe?”
Ramos sonrió apenas, sin apartar la vista del mapa.
—“El club Diamante. Es la madriguera de Camilo en Miraflores. Quiero que lo quemen hasta los cimientos.”

Mientras tanto, la periodista Lucía Robles, aún cautiva, escuchaba pasos en el pasillo. La puerta metálica se abrió y un hombre corpulento, con pasamontañas, dejó una bandeja de comida.
—“Come. Te necesitamos con fuerzas para mañana.”
Lucía aprovechó para preguntar:
—“¿Qué quieren conmigo?”
El hombre se detuvo un segundo.
—“Queremos lo mismo que tú… que todo se sepa. Pero a su debido tiempo.”

En paralelo, en la central de inteligencia de la Policía, el capitán Salazar revisaba imágenes satelitales de zonas calientes. Andrea Huamán llegó con un folder lleno de fotografías y transcripciones de llamadas interceptadas.
—“Capitán, Montoya está metido hasta el cuello. Y Mendoza… también.”
Salazar cerró la computadora y la miró con cautela.
—“Andrea, si vas a seguir este camino, no habrá vuelta atrás. Estamos hablando de gente que no solo mata… desaparece.”
Ella respiró hondo.
—“Lo sé. Y estoy lista.”

Esa misma noche, Ramos y sus hombres se dividieron en tres camionetas. Llegaron al club Diamante justo después de la medianoche. El lugar estaba lleno de políticos, empresarios y modelos. La música electrónica retumbaba en las paredes.

El Flaco lanzó la primera granada de gas. El pánico se desató. Ramos entró armado con un fusil, disparando al techo para dispersar a la gente.
—“¡Camilo! ¡Sal de tu agujero!” —gritó.

En una esquina, Camilo Herrera observaba todo desde una escalera de emergencia. No disparó. No gritó. Solo levantó su teléfono y marcó un número.
—“Es ahora. Ejecuten el plan B.”

A dos cuadras de allí, una camioneta cargada con explosivos arrancó en dirección al almacén de Ramos en Villa El Salvador. El verdadero contraataque apenas comenzaba.

La detonación en Villa El Salvador iluminó el cielo como un relámpago maldito. El almacén de Ramos ardía con una violencia que devoraba paredes y techos como si fueran de papel. Los vecinos corrían descalzos, arrastrando niños, mientras columnas de humo negro ascendían hacia el cielo.

En el club Diamante, Ramos recibió la noticia por radio.
—“¡Jefe, el almacén… desapareció!”
Su mandíbula se tensó.
—“Retirada inmediata. ¡Ahora!”

Pero Camilo, desde la escalera, no pensaba dejarlo ir tan fácil. Con un gesto, sus hombres cerraron las salidas. Los vidrios de las ventanas explotaron bajo ráfagas de metralla. El Flaco recibió un disparo en la pierna y cayó al suelo, sangrando.
—“¡Déjenme! ¡Váyanse!” —gritó, pero Ramos lo levantó a la fuerza.
—“Nadie se queda atrás, carajo.”

En otro punto de la ciudad, el capitán Salazar seguía las transmisiones policiales.
—“¡Se están moviendo en todos los distritos!” —dijo un agente.
Salazar ordenó patrullas en Miraflores, Callao y La Victoria, pero sabía que la policía estaba rebasada. No eran simples pandilleros: eran dos ejércitos clandestinos, con armamento militar y logística impecable.




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