Mafias Peruanas

Capítulo 5: "Guerra Abierta"

La madrugada en el Callao no era tranquila desde hacía meses, pero aquella noche parecía el preludio de una tormenta sin final. La bruma marina cubría los contenedores y el eco de los pasos se mezclaba con el golpeteo del agua contra los pilotes. Los pescadores sabían que algo grande estaba a punto de pasar; algunos incluso se habían marchado sin recoger sus redes.

En el muelle 17, un carguero ruso descargaba cajas que oficialmente contenían “maquinaria agrícola”. En realidad, los bultos pesaban demasiado para ser tractores y tenían una fragancia metálica que solo los conocedores sabían identificar: armas nuevas, recién salidas de fábrica.

Ramos, oculto bajo una capucha y con un vendaje improvisado en el abdomen, observaba desde la distancia. Había sobrevivido al infierno del Diamante, pero no por suerte: Lucía le había cubierto en el último segundo, derribando a dos hombres de Vargas. Sin embargo, ambos habían escapado por separado, y ahora él no sabía si ella seguía viva.

—Esta carga no se puede quedar en manos de Vargas —murmuró Ramos para sí—. Si se arma con esto, Lima se tiñe de rojo.

A unos metros, el capitán Salazar supervisaba un operativo encubierto con el equipo de inteligencia marítima. Vestían de estibadores, pero bajo las chaquetas llevaban chalecos antibalas y pistolas automáticas. Su objetivo: interceptar el cargamento y arrestar a cualquiera que lo reclamara. Lo que Salazar no sabía era que también había recibido coordenadas falsas… cortesía del infiltrado de Vargas en la policía.

A las 3:17 a.m., una caravana de camionetas blindadas irrumpió en la zona portuaria. El rugido de los motores rompió la bruma.
En la primera camioneta iba Camilo, con una chaqueta de cuero y un fusil SCAR-L. Sus hombres bajaron disparando al aire, intimidando a los estibadores.

—¡El muelle es nuestro! —gritó Camilo—. ¡Larguense si quieren seguir vivos!

Pero no venían solos. A la derecha del muelle, un convoy negro sin placas se detuvo de golpe: era Vargas y su grupo La Mano Negra. Sin perder tiempo, abrieron fuego contra los hombres de Camilo.

En segundos, el muelle se convirtió en un infierno: balas rebotando contra los contenedores, el olor a pólvora mezclado con el salitre, gritos y cuerpos cayendo al agua. Ramos, agazapado tras un contenedor, entendió que esa era su oportunidad: en medio del caos, podría tomar parte del cargamento y desaparecer.

Pero algo lo detuvo. Entre el humo, vio a Lucía esposada, siendo arrastrada por uno de los hombres de Vargas hacia el interior del carguero.

El corazón de Ramos se aceleró. Sabía que si la dejaba ir, probablemente no volvería a verla.
Sacó su pistola, revisó el cargador, y susurró:
—Esta noche no te pierdo otra vez…

Ramos se deslizó por la parte trasera de un contenedor azul, evitando las ráfagas que cruzaban el muelle como líneas incandescentes. No había tiempo para pensar: cada segundo que perdía era un paso más que Lucía se acercaba a la bodega del carguero.

El buque, oxidado en las bordas y con un olor a combustible y salmuera, estaba iluminado apenas por reflectores que temblaban con el viento. Ramos conocía bien ese tipo de barcos: compartimentos estrechos, pasillos que parecían laberintos, y siempre algún rincón donde una bala perdida encontraba un destino fatal.

En la cubierta, dos hombres de La Mano Negra arrastraban a Lucía. Sus tobillos se golpeaban contra la madera, y su rostro estaba cubierto por un pañuelo empapado de sangre seca. Ramos apretó la mandíbula, se impulsó desde una escalerilla lateral y aterrizó silencioso detrás de ellos.

—¡Quietos! —dijo, y en el mismo segundo disparó.

El primero cayó con un agujero en la frente. El segundo reaccionó rápido, sacando un machete, pero Ramos lo empujó contra una baranda y lo hizo caer al mar. El sonido del cuerpo golpeando el agua se perdió en el rugido de la balacera en el muelle.

—Ramos… —Lucía apenas podía articular su nombre—. Es… una trampa…

No había tiempo para preguntar. La levantó, la apoyó contra un contenedor y cortó las esposas con una cizalla que llevaba en el cinturón.

Pero antes de que pudiera moverse, un altavoz desde la proa del carguero retumbó con una voz grave y burlona:

—¡Así que aquí estabas, policía traidor!

Ramos reconoció la voz al instante: Roldán, el segundo al mando de Vargas. Un hombre alto, de barba cerrada y ojos como piedras frías. No estaba solo: cuatro francotiradores se asomaron desde distintos puntos de la cubierta superior.

—Lucía… corre.

—¿Y tú?

—Yo distraigo a los que puedo… y si no vuelvo, sigue corriendo.

Ella dudó, pero un disparo que reventó un trozo de baranda a su lado la obligó a obedecer. Se perdió en las sombras de la cubierta mientras Ramos se cubría detrás de un contenedor y devolvía el fuego.

Abajo, en el muelle, la situación había escalado al infierno absoluto:
Camilo gritaba órdenes entre el humo, Vargas se parapetaba en un montacargas y la policía encubierta, dirigida por Salazar, había revelado su identidad. Pero para cuando lograron organizar una línea de avance, un ruido profundo y metálico rompió el aire.

Era la sirena de la Marina de Guerra del Perú.

Tres patrulleras entraban al puerto con las luces encendidas y altavoces ordenando el cese inmediato de fuego.

Camilo maldijo, Vargas sonrió, y todos supieron que la guerra, lejos de acabar, estaba a punto de subir de nivel.

Las patrulleras cortaron el agua como cuchillas de acero, levantando olas que golpeaban el costado del muelle. Los reflectores blancos atravesaron la humareda, revelando siluetas que hasta hacía segundos se movían invisibles.

—¡Todas las armas al suelo! —retumbó una voz desde la principal—. ¡Esto es una orden de la Marina de Guerra del Perú!

El eco resonó por las grúas y los depósitos, pero nadie obedeció. En lugar de eso, se intensificó el fuego. La Mano Negra sabía que, si los atrapaban allí, todo su contrabando caería en manos del Estado. Y Camilo, aunque estaba en el bando opuesto, no confiaba en que la Marina fuera su salvación: en el puerto, las lealtades se compraban.




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