Mafias Peruanas

Capítulo 11: "Alta Mar, Bajas Lealtades"

La lancha de El Puma se internó en mar abierto durante casi una hora, hasta que el puerto de Lima quedó reducido a un conjunto de luces titilantes en la distancia.
El aire estaba frío, cargado de sal y del rugido constante del motor.

—¿Dónde diablos vamos? —preguntó Ramos, sosteniendo su fusil con una mano y aferrándose con la otra para no perder el equilibrio.

—A un lugar donde no nos pueden escuchar… —respondió El Puma sin mirarlo—. Y donde yo mando.

Lucía no le quitaba los ojos de encima. Lo recordaba bien: un hombre capaz de matar sin parpadear, pero también de salvar vidas si eso servía a sus intereses.
—Creí que estabas muerto —dijo ella.

—Estaba. Hasta que un trabajo en Brasil salió mal y decidí cambiar de aire. Pero ahora… veo que el aire aquí está más podrido que allá.

La lancha se detuvo junto a un viejo pesquero oxidado, que flotaba solitario en la oscuridad. Desde la cubierta, dos hombres armados con chalecos tácticos les hicieron señas para subir.

Al entrar en la bodega del barco, encontraron un improvisado centro de operaciones: mapas de la costa, radios de largo alcance, laptops abiertas con imágenes satelitales y un generador ruidoso en la esquina.

Silva miró todo con desconfianza.
—Esto no es un escondite… esto es una base.

—Exacto —respondió El Puma—. Y aquí vamos a planear cómo sacar al Coronel Montenegro y al Culebra del juego.

Ramos frunció el ceño.
—Eso no se hace con palabras.

El Puma sonrió de forma torcida.
—Por eso traje algo mejor… —abrió una caja metálica, revelando explosivos plásticos, detonadores y un par de fusiles con mira telescópica.

Lucía miró a Ramos en silencio. Ambos sabían que aquello no era una simple misión: era una guerra declarada.

El viento azotaba las lonas que cubrían la cubierta del viejo pesquero. La noche estaba cerrada, y el único sonido constante era el motor del generador, vibrando como un corazón nervioso.

Mientras El Puma discutía con Ramos y Lucía los próximos movimientos, Silva se apartó a revisar sus grabaciones. Pero no pudo evitar escuchar murmullos en la esquina de la bodega.

Se giró con cuidado. Era Mendoza, uno de los hombres de El Puma, hablando en voz baja por un teléfono satelital. Tenía el rostro medio cubierto por la sombra, pero el tono apremiante de su voz lo delató.

—Sí… están aquí… no, no sospechan… el Coronel dice que será en dos días…

Silva sintió un escalofrío. Sin hacer ruido, encendió la grabadora.

De pronto, Mendoza giró la cabeza y lo vio. Guardó el teléfono con rapidez y forzó una sonrisa.
—¿Qué grabas, periodista? ¿El mar?

Silva tragó saliva.
—Solo… mis notas.

Mendoza se acercó, con la mirada fija en él.
—Te daré un consejo, colega. A veces grabar demasiado puede ser peligroso… sobre todo si grabas a la persona equivocada.

En ese instante, Ramos entró, interrumpiendo la tensión.
—Puma quiere que revisemos el equipo en la cubierta. Vamos.

Mendoza le lanzó una última mirada a Silva, como quien avisa sin decir palabra que aquello no había terminado.

Ya en cubierta, Lucía notó que el periodista estaba pálido.
—¿Qué pasó?

—Creo… que tenemos un topo a bordo.

Lucía apretó los labios. Sabía que si eso era cierto, todos estaban en riesgo.

Debajo de ellos, en la bodega, Mendoza enviaba un mensaje codificado a Montenegro:
"El Puma, Ramos, Lucía y el periodista están juntos. Esperen mi señal."

La madrugada cayó sobre el mar como un manto negro. Apenas una luna menguante iluminaba la superficie, dibujando reflejos plateados que se perdían con el oleaje.

Ramos revisaba las armas en la cubierta mientras Lucía controlaba el generador. El Puma estaba dentro, estudiando mapas, y Silva escribía notas apresuradas, todavía inquieto por lo que había visto en Mendoza.

A las 3:17 a.m., un ruido seco retumbó desde el casco del barco.
—¿Escucharon eso? —preguntó Lucía.

Ramos asintió y se asomó por la borda. No vio nada… pero un olor extraño comenzó a invadir el aire: combustible.

De pronto, una llamarada se encendió en la popa. El fuego empezó a extenderse rápidamente, alimentado por un derrame de gasolina. Mendoza apareció corriendo con un extintor, pero lo dejó caer “accidentalmente” al mar.

—¡Maldita sea! —gritó El Puma saliendo a cubierta—. ¡Aislamos el fuego o nos vamos a pique!

Mientras todos corrían a contener las llamas, Silva notó algo al horizonte: una sombra moviéndose rápido hacia ellos. Al enfocar con los binoculares, vio una lancha negra con hombres encapuchados y fusiles listos.

—¡No es un accidente! —gritó—. ¡Nos vienen a atacar!

El Puma reaccionó al instante.
—¡Ramos, prepárate para recibirlos! Lucía, baja al cuarto de máquinas y corta el motor, no quiero que nos vean como blanco fijo.

Pero en el caos, Mendoza desapareció. Cuando Ramos fue a buscarlo, lo encontró en la proa, haciendo señales con una linterna.

—¡Traidor! —rugió Ramos, lanzándose sobre él.

Rodaron por el suelo, intercambiando golpes brutales. Mendoza sacó un cuchillo y logró rozarle el cuello a Ramos, pero este le torció la muñeca y lo arrojó contra la baranda.

En ese instante, la lancha enemiga llegó a menos de 50 metros, iluminando todo con potentes reflectores. Se escuchó el primer disparo, rompiendo la quietud de la noche.

El Puma gritó:
—¡Todos a cubrirse! ¡Esto es una emboscada!

El estruendo de los disparos se mezcló con el rugido del motor de la lancha enemiga. Las balas silbaban sobre la cubierta, arrancando astillas de madera y perforando bidones.

El Puma disparaba desde detrás de una barrica, mientras Ramos, aún con sangre en el cuello, intentaba mantener a Mendoza controlado. Lucía se arrastraba hacia la radio para pedir apoyo, pero una ráfaga destrozó la antena en un chispazo de luz.

—¡Estamos incomunicados! —gritó ella.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.