Mafias Peruanas

Capítulo 12: "Cazadores en la sombra"

El mar al amanecer parecía tranquilo, pero en la cubierta del Santa Gloria la tensión era un nudo que ahogaba a todos. El Puma estaba sentado, con el brazo vendado, mirando el horizonte con una mezcla de rabia y cálculo.

Ramos repasaba la secuencia de la noche anterior en su mente una y otra vez. Mendoza y Cáceres… dos traidores que no podían seguir respirando el mismo aire que ellos. Lucía había pasado la noche revisando las grabaciones que Silva había logrado rescatar. Entre imágenes borrosas y sonidos distorsionados, se escuchaba la voz de Cáceres diciendo claramente:

> “Montenegro paga mejor.”

Eso era suficiente para confirmar lo que ya todos sospechaban: Montenegro no solo los quería fuera del negocio, los quería muertos.

—¿Y ahora? —preguntó Lucía, cerrando la laptop—. Si regresamos a Lima, nos van a esperar. Si seguimos en alta mar, nos van a cazar.

El Puma encendió un cigarro y soltó el humo despacio.
—No vamos a esperar. Los vamos a buscar.

Fue entonces cuando apareció Dorian Huamán, un hombre alto, de piel curtida por el sol, cabello rapado y mirada fría. Vestía ropa sencilla, pero su postura lo delataba: militar retirado.

—Escuché que tienen un par de ratas que se les escaparon —dijo sin saludar—. Yo puedo encontrarlas… por el precio correcto.

Ramos lo miró con desconfianza.
—¿Y quién eres tú?

—Exfuerzas especiales. Me llamaban El Sabueso. Si alguien sabe rastrear en el mar y en tierra, soy yo.

Lucía cruzó los brazos.
—¿Y por qué querrías ayudarnos?

Dorian sonrió apenas.
—Porque Montenegro me debe una vida… y pienso cobrársela con intereses.

El Puma asintió lentamente.
—Bien. Empieza a hablar.

Dorian desplegó un mapa náutico sobre la mesa improvisada en la cabina. Sus dedos, ásperos y marcados por viejas cicatrices, trazaron una ruta que bordeaba la costa norte.

—Montenegro no es tonto. No se va a quedar en un puerto principal. Tiene escondites en caletas pequeñas, sitios donde nadie pregunta nombres ni mira demasiado.

Ramos, aún con la herida fresca en el cuello, se inclinó sobre el mapa.
—¿Y cómo sabemos a cuál va?

Dorian sonrió sin humor.
—Porque no va solo. Su gente deja rastros. Pequeños, pero suficientes.

La primera pista llegó al mediodía. Lucía interceptó una señal de radio breve, codificada, pero Dorian la reconoció: una vieja clave militar para coordinar movimientos en zonas costeras.
—Eso no lo usan pescadores —dijo—. Es personal entrenado.

El Santa Gloria cambió rumbo hacia el norte, impulsado por el rugido de sus motores. A medida que avanzaban, el mar se volvía más traicionero, con olas que golpeaban como advertencias.

En la costa, las conexiones de Silva trabajaban rápido. Una llamada desde una radio local en Chimbote informó que dos hombres, uno con el brazo en cabestrillo y otro con una gorra roja, habían comprado combustible en la madrugada y zarpado en una lancha pequeña hacia mar abierto. La descripción coincidía con Mendoza y Cáceres.

—Los tenemos —dijo Ramos, apretando el puño.

Pero Dorian levantó la mano.
—Cálmense. Si vamos directo, nos esperan. Ellos saben que vienen tras ellos. La única forma es rodearlos… y empujarlos a un punto donde no tengan salida.

La noche cayó de golpe, y el mar se volvió una masa negra. El Puma ordenó apagar todas las luces y reducir la velocidad. Solo la brújula y la intuición guiaban el avance.

A las 2:47 a.m., una sombra apareció en el radar. Dorian ajustó el lente nocturno de su visor y confirmó: una lancha gris, exactamente como la descrita.

Pero antes de que pudieran acercarse, otra señal apareció, mucho más grande… y más rápida.
—Mierda… —murmuró Lucía—. No son ellos…

Dorian la interrumpió, sin apartar la vista del visor.
—Es peor. Es una patrullera… de la Marina.

El zumbido grave de la patrullera cortaba la noche. Sus luces se encendieron de golpe, cegando momentáneamente a la tripulación del Santa Gloria. Una voz metálica retumbó por el altavoz:

> —¡Aquí la Marina de Guerra del Perú! Apaguen motores y prepárense para inspección inmediata.

Ramos sintió un escalofrío. No era una orden normal: el tono no llevaba protocolo, sino amenaza. El Puma mantuvo el motor encendido, dudando entre acatar o huir.

Dorian, con el visor nocturno aún en la mano, se inclinó hacia él.
—No es un control rutinario… conozco ese modelo de patrullera. La usan en operaciones especiales… y el oficial al mando es el coronel Arístides Gamarra.

Lucía lo miró incrédula.
—¿El mismo Gamarra que dirigió el operativo en Talara?

—El mismo… y Montenegro estuvo allí, libre como si nada.

El Puma gruñó.
—Entonces están juntos.

La radio del Santa Gloria estalló con una nueva transmisión, esta vez en clave, pero Dorian la tradujo al instante:

> —"Objetivo asegurado. Mantener posición hasta extracción."

—No hablan de nosotros… —dijo Dorian—. Hablan de Mendoza y Cáceres.

Era evidente: la patrullera no estaba para detener criminales, sino para escoltar a las ratas traidoras hasta un puerto seguro.

El Puma giró el timón bruscamente.
—Vamos a interceptarlos antes de que la patrullera los alcance.

Pero la maniobra no pasó inadvertida. Un reflector gigante iluminó el Santa Gloria, y un disparo de advertencia impactó a escasos metros de la proa, levantando una cortina de agua.

—¡Nos están disparando! —gritó Silva desde la torreta de observación.

Ramos cargó su fusil, y Lucía se puso detrás de las cajas para cubrirse. Dorian, imperturbable, dio una orden rápida:
—Aceleren hacia el oeste. Hay un banco de rocas sumergidas. Ellos no conocen la zona, nosotros sí.

El motor rugió, y el Santa Gloria se lanzó hacia la negrura. Detrás, la patrullera aumentó la velocidad, confiada en que su poder de fuego haría rendirse a la tripulación.

Pero lo que no sabían era que esas rocas podían convertirse en un muro invisible capaz de hundirlos.




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