Mafias Peruanas

Capítulo 14: "Sangre en la Plaza Bolívar"

Lima amaneció con el cielo encapotado y un aire denso que anunciaba tormenta, pero la verdadera tempestad estaba en el Congreso.
La trampa de Ramos ya estaba haciendo efecto: Montenegro y Cruz se miraban con desconfianza, sus equipos se espiaban mutuamente, y los rumores sobre “un video” corrían como pólvora.

En el edificio legislativo, el Coronel Valdés recibía un sobre sin remitente. Lo abrió con cuidado: dentro había fotos nítidas de Montenegro reunido con un contacto extranjero… pero retocadas para parecer más comprometedores. Valdés, que no perdía oportunidad de fortalecer su poder, hizo una llamada inmediata:
—Señor congresista, tengo algo que le puede interesar.

A dos calles de allí, Ramos y Dorian observaban desde una azotea, con binoculares y un transmisor interceptando frecuencias.
—Ya mordió el anzuelo —dijo Dorian con media sonrisa—. En cuanto esto llegue a la prensa, los dos bandos van a querer sangre.

Lucía, desde la base improvisada en el puerto, interrumpió por radio:
—Olvídense de la prensa. Me acaba de llegar información de que Montenegro ordenó mover a un francotirador hacia la Plaza Bolívar. Creo que esto no se va a quedar en un intercambio de acusaciones… va a ser una cacería.

Mediodía
La Plaza Bolívar hervía con periodistas, manifestantes y policías. Radios locales transmitían en vivo los discursos improvisados, mientras cámaras buscaban captar cualquier gesto sospechoso.

Entre la multitud, un hombre alto con gorra y gafas oscuras ajustaba el trípode de un rifle de precisión en la ventana de un hotel cercano. No estaba allí para cubrir la noticia: estaba allí para escribirla con pólvora.

Ramos, con auriculares puestos, escuchaba el golpeteo sordo del cargador entrando en la recámara.
—Lo tengo —susurró—. Dorian, necesito que entres ya.

Pero Dorian no respondió.

Ramos volvió a llamar por radio.
—Dorian, ¿me copias? Repito, entra ya.

Silencio. Solo el ruido blanco y el murmullo lejano de la protesta.

Lucía irrumpió en la frecuencia.
—Ramos, olvida a Dorian… lo tengo en cámara. No está cerca del francotirador… está siguiéndolo desde otra azotea. Y… diablos… hay dos.

Ramos sintió un frío recorrerle la espalda.
—¿Dos tiradores?

—Sí —confirmó Lucía—. Uno es el que tenemos identificado como hombre de Montenegro. El otro… no sé quién lo envió.

En el Congreso, Cruz salía al balcón para dar declaraciones. Su chaleco antibalas se notaba bajo el saco, pero eso no iba a salvarlo si una bala le impactaba en la cabeza. A la misma hora, en la entrada lateral, Montenegro llegaba rodeado de escoltas. La multitud comenzó a agitarse: gritos, pancartas, insultos.

En la azotea del hotel, el primer francotirador ajustó la mira hacia Cruz. En la del edificio municipal, el segundo apuntaba hacia Montenegro.
Ramos gritó por radio:
—¡Esto es una ejecución doble!

Dorian apareció finalmente en la frecuencia, respirando agitado.
—No dispares, Ramos… uno de ellos no es de ninguna mafia. Es de la unidad especial del Coronel Valdés.

El ruido del disparo cortó el aire antes de que Ramos pudiera reaccionar. La bala del primer tirador impactó… pero no en Cruz. Golpeó a Luciano Torres, congresista moderado que estaba justo detrás de él, el único puente de diálogo entre ambos bandos.

El segundo tirador disparó casi al mismo tiempo, fallando a Montenegro por centímetros y provocando una estampida de escoltas, manifestantes y periodistas.

Ramos maldijo.
—Acaban de eliminar al único que podía calmar esta guerra… esto se va a poner salvaje.

Lucía, con voz tensa, respondió:
—Y lo peor… es que ya sé quién filtró nuestra trampa.

Ramos cerró los ojos un segundo.
—Dímelo.

—Fue Valdés. Y ahora controla el caos.

La Plaza Bolívar estaba convertida en un campo de guerra urbana.
Sirenas, humo de gas lacrimógeno, y gritos de “¡Francotiradores!” se mezclaban con el golpeteo de botas y el rugido de los altavoces policiales ordenando a la gente dispersarse.

En la sala de prensa del Congreso, el Coronel Valdés apareció con el rostro pétreo, rodeado de escoltas armados.
Tomó el micrófono y su voz retumbó en todas las emisoras de radio y canales de televisión:

> —Ante el atentado contra la vida de nuestros representantes, y para salvaguardar la seguridad nacional, desde este momento queda declarado el estado de emergencia en Lima Metropolitana. Toda actividad pública queda suspendida, y las fuerzas armadas están autorizadas para actuar sin restricciones.

La transmisión fue cortada abruptamente para dar paso a imágenes en vivo: tanquetas moviéndose por el centro, retenes improvisados, helicópteros sobrevolando los techos.

Ramos, desde una posición oculta, maldijo entre dientes.
—Ya está… Valdés tiene el control total.

Lucía, observando la pantalla de su laptop, señaló un mapa.
—Mira esto… no está cerrando solo el centro, está bloqueando las salidas hacia Callao, Villa El Salvador y la Carretera Central. Nos está cercando como si fuéramos enemigos del Estado.

En la azotea, Dorian seguía siguiendo al segundo tirador, pero de pronto una ráfaga de disparos automáticos lo obligó a tirarse al suelo.
—¡No es un operativo para atrapar francotiradores! —gritó por radio—. Es una operación para borrar testigos.

En simultáneo, las radios locales —controladas en su mayoría por empresarios cercanos a Valdés— repetían la misma narrativa:

> “Grupos criminales extranjeros infiltrados en la política… El ejército neutralizará la amenaza en las próximas horas”.

La población, atrapada en sus casas, no sabía que la “amenaza” eran los propios que intentaban evitar una guerra de mafias.

Ramos respiró hondo y dijo algo que ni él mismo quería aceptar:
—A partir de ahora, ya no peleamos solo contra Montenegro o Cruz… estamos contra el Estado mismo.




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