Mafias Peruanas

Capítulo 20 – La Cacería de Medianoche

La noche había caído sobre la sierra como una manta densa y fría. Ramos, Faro, el Zurdo y Manzaneda se movían en silencio por el sendero que llevaba a la quebrada. Sus botas hundían el polvo con cada paso, y el único sonido constante era el de las ramas secas quebrándose bajo sus pies.

—Tres motos, dos camionetas —murmuró Manzaneda, revisando con los binoculares—. Están acampados junto a la vieja planta de asfalto.

Ramos asintió. La planta, abandonada desde hacía años, se había convertido en refugio de contrabandistas. Ahora sería el escenario de un ajuste de cuentas.

—No vamos a entrar de frente —dijo Ramos—. Faro, coloca las cargas en las motos. Zurdo, cúbrelo. Manzaneda y yo iremos por los de la camioneta.

Mientras Faro se arrastraba hacia el objetivo con una mochila llena de explosivos caseros, Ramos sintió el zumbido de un dron sobrevolando. No era suyo. El aparato llevaba una luz roja intermitente y hacía círculos lentos.
—Nos han visto —susurró, apretando los dientes—.

Antes de que pudiera dar otra orden, un disparo rompió la calma. Una bala pasó rozando la oreja de Faro y se incrustó en la arena.

—¡Cambio de plan! —gritó Ramos—. ¡Fuego abierto!

El Zurdo respondió con una ráfaga, mientras Manzaneda avanzaba como un lobo, disparando y cubriéndose tras los restos oxidados de la planta. Faro, aprovechando el caos, encendió el detonador y corrió. Segundos después, tres explosiones consecutivas iluminaron la noche.

Las motos ardieron como antorchas, y el humo negro se elevó en espiral. Los enemigos, desorientados, comenzaron a retroceder hacia las camionetas, pero una figura salió de entre las sombras: un hombre alto, de chaqueta táctica, armado con un rifle de precisión.

—¡Ramos! —gritó, mientras abatía a uno de los atacantes de un solo tiro—. ¡Te dije que nos volveríamos a ver!

Era el Capitán Salazar, un viejo conocido de operaciones pasadas. Nadie sabía si trabajaba aún para el ejército o si había cruzado al lado oscuro, pero esa noche, al menos, estaba de su lado.

—Tienes mala puntería con las fechas —respondió Ramos, mientras lo cubría—.

Salazar sonrió, y juntos comenzaron a limpiar el terreno.

El humo aún flotaba sobre la planta de asfalto cuando Ramos y Salazar se refugiaron detrás de un muro derruido. Faro y el Zurdo revisaban los cuerpos, recogiendo armas y cargadores útiles, mientras Manzaneda hacía guardia con la vista fija en la colina.

—No apareces por tres años, y la primera cosa que haces es salvarme la vida —dijo Ramos, respirando agitado.
—No lo tomes como un favor —replicó Salazar, limpiando la mira de su rifle—. También me convenía eliminar a esta gente.

Ramos lo miró con desconfianza.
—¿Quién los envió?
—Un conglomerado de empresas de fachada. Todas tienen una cosa en común: contratos de infraestructura inflados en Lima, Iquitos y el Callao. Y detrás de ellas, un nombre que ya conoces.

Salazar sacó una carpeta impermeable de su mochila y se la pasó. Ramos hojeó las páginas: facturas falsas, transferencias a cuentas en Panamá y Hong Kong… y un documento firmado por Evaristo Sáenz, congresista y uno de los principales aliados del Coronel Valdés.

—Sáenz es el financista —dijo Salazar—. Le vende protección política a Valdés y, a cambio, recibe una parte del dinero de las rutas de contrabando. Este ataque no fue improvisado: querían eliminarte antes de que llegaras a Lima.

Ramos apretó los dientes.
—Entonces Lima ya sabe que sigo vivo.
—Peor —añadió Salazar—. El Coronel tiene un equipo especial buscándote, y cuentan con drones armados y tecnología de rastreo satelital.

Mientras hablaban, Faro se acercó con algo en las manos: un transmisor de alta frecuencia hallado en el cuerpo de uno de los atacantes.
—Esto estaba encendido —dijo, entregándoselo a Ramos—. Puede que haya transmitido nuestra ubicación hasta hace unos minutos.

Salazar lo examinó y asintió con gravedad.
—Tenemos que movernos ya. Si nos quedamos aquí, estaremos rodeados antes del amanecer.

El grupo recogió lo que pudo y se internó en la quebrada. El viento frío soplaba entre las rocas, y Ramos sentía que cada sombra podía esconder un centinela.

—Vamos hacia mi refugio —dijo Salazar—. Desde allí puedo mostrarles algo que Valdés teme más que a un francotirador: un archivo de audio que, si sale a la luz, puede hundirlo.

La promesa quedó flotando en el aire como un anzuelo en aguas infestadas de tiburones.

El refugio de Salazar era una cabaña de madera escondida entre pinos viejos, a más de tres horas de caminata desde la carretera. Apenas cruzaron la puerta, el Zurdo cerró las ventanas y Faro desconectó cualquier aparato que pudiera emitir señal.

Salazar encendió una vieja laptop reforzada con una carcasa metálica. La máquina tardó en arrancar, pero cuando lo hizo, mostró una carpeta con el nombre “Tímpano”.
—Esto es lo que Valdés quiere enterrar —dijo Salazar—.

Ramos se inclinó hacia la pantalla. Salazar abrió un archivo de audio y el silencio de la cabaña se llenó con una conversación grabada:

> Voz 1 (Valdés): “El embarque sale de Pisco el jueves. Sáenz se lleva su porcentaje y el resto va a la cuenta en Nassau.”
Voz 2 (desconocida): “¿Y la policía portuaria?”
Valdés: “Ya está pagada. Igual que la prensa local.”
Voz 3 (Sáenz): “Asegúrense de que Ramos no llegue vivo a Lima. Ese tipo sabe demasiado.”

Ramos apretó los puños. La voz era inconfundible.

—¿De dónde sacaste esto? —preguntó.
—De una radio militar interceptada por un técnico que ahora está… digamos, “fuera de servicio” —respondió Salazar—. Lo guardé en varios lugares, pero si Valdés lo encuentra, no quedará nada.

Faro miró a Ramos con una mezcla de asombro y miedo.
—Esto no solo hunde a Valdés… puede abrir un agujero en todo el Congreso.

Antes de que Ramos pudiera responder, el techo retumbó. Un zumbido grave cortó el aire: drones.




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