Magia Divina

♠ 4. BUENOS AIRES ♠

Tandil se encuentra ubicada en las afueras de Provincia de Buenos Aires, aunque muy cerca de una de mis playas favoritas, quizás esto sea un bonus track que deba otorgarle a futuro, por mientras debo continuar presa.

Un segundo punto a favor de la casa es que hay aire acondicionado en las habitaciones. De lo contrario, no podría sobrevivir en absoluto. Mi cuarto es una especie de ático... Error: mi cuarto es el ático.

Hay una pequeña ventana redonda, una cama bajo el declive del techo y una mesita con una lámpara a media luz. Toda la luz que tendré. También un escritorio al otro lado donde coloco algunos de los libros que me traje. Frente a éste yace una silla que reconozco de la sala de papá, debe haber puesto una de la cocina ya que hay cinco y por lo que recuerdo, el juego de sillas que tenían los abuelos eran de seis sillas.

Me dirijo a la ventana redonda y corro una cortina (que es un pedazo de tela color púrpura recientemente improvisada) con el fin de que entre algo más de luz que la pequeña lámpara me puede aportar. No quiero quedarme ciega por forzarme para poder leer el último libro de Liliana Bodoc.

Pero no es necesaria ninguna luz precaria para que los ojos se me salgan de las órbitas.

Distingo a Oscar en el patio conversando con papá y parecen estar discutiendo. Ay no, lo debe estar despidiendo por este verano. No, no, no. Digo, no quisiera que se quede sin trabajo por mi culpa...

Largo el libro a mi cama y le prometo a esa belleza que volveré pronto. Luego me dirijo a trompicones hasta la escalera para poder salir. Cuando llego a la puerta, veo que papá se encamina hasta su camioneta, se sube y enciende el motor. Por suerte no me ve cuando doy vuelta al otro lado de la casa y me dirijo al granero de atrás. Aquí estaba él hace un momento. Miro en todas direcciones en el campo que tenemos por patio, pero Oscar no está. Se ha ido. ¿Existirá alguna posibilidad que...? Corro hasta el granero y me encuentro con la puerta juntada. No tiene seguro de ninguno de los dos lados.

Cuando entro, espero encontrarme con olor a popó de gallina o estiércol, sin embargo sólo hay olor a humedad, a alfalfa y escucho el relinche de un caballo. Un halo de luz se filtra en el granero por los agujeros en el techo e iluminan el brillante y bien cuidado pelaje marrón de un caballo esbelto con ojos brillantes. Es hermoso.

—Oh...—murmuro al animal—. No sabía que papá tuviera un caballo—digo y acerco con algo de temor mi mano para acariciar el suave pelaje del animal—. ¿Cómo estás, muchacho? ¿Te han dejado solo acá? Espero que te saquen a pasear todos los días. ¿En qué corazón cabe tenerte atado?

Antes de tocarlo me acerco un poco más a él. Hay una banqueta en frente que debe servir para que una persona se suba a cepillarlo. Lo hago para tocarle el lomo. Sin embargo, una vez que estoy lo suficientemente en alto, encuentro mi reflejo en los ojos del caballo: mi pelo negro, mis ojos grises y mi rostro pálido se ven demasiado ovalados.

Me acerco un poco más.

Hasta descubrir que tras de mí se yergue una sombra desde la entrada hasta donde estoy de pie.

—Yegua.

¡Oh, mierda!

Luego de escuchar el insulto, doy un salto pero caigo de rodillas al suelo repleto de paja que amortigua con muchísima suerte mi caída.

Unas botas negras se detienen frente a mis ojos clavados en el suelo. Alzo la mirada y veo unos jeans rotos, manchados con verde de césped y sigo subiendo hasta encontrarme con una bragueta subida (por suerte), un par de puños cerrados, un cinturón y una musculosa blanca transpirada, llevada por un bronceado chico cuyo rostro se me queda demasiado lejos desde el suelo.

—No es macho. El caballo al que te referís es hembra: es una yegua.

Mierda.

Oscar.

Oscar

 




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