Si creías que la gente de un pueblo alejado e invisible en cualquier mapa podía resultarte extraña, es porque aún no conoces a los adolescentes y pubertos de este pueblo.
Pero no me refiero a los que se dedican a arar la tierra en el día o los contados con los dedos de una mano que ven la luz del sol sino éstos sujetos que se aparecen cuando el sol se oculta. Parecen sacados de los barrios bajos de Buenos Aires o los chicos que escapan de sus casas para consumir drogas en pubs nocturnos o bajo puentes alejados.
Incluso ese estereotipo de chicos se quedaría corto.
Será porque nunca me relacioné con personas de los barrios bajos o será porque prefiero estar cerca de otros que no dan tanto miedo, en general, pero no alcanzo a distinguir cuál de todos estos desquiciados parece estar más fuera de sí.
Desde la puerta ya me he podido encontrar con una chica de cresta rojiza, aretes en sus labios, tres en una ceja y expansores enormes en cada oreja. Un tatuaje en su pómulo izquierdo reza “Jodete” y me clava sus ojos negros con exceso de delineado al verme pasar. Del mismo modo sus amigos, los gorilas de ciento cincuenta kilos: dos sujetos gordos de casi dos metros con más grasa que masa muscular pero que intimidan con sólo acercárteles. Tienen musculosa negra rasgada, uno de ellos es calvo, salvo por unas pelusas grises en la parte superior y el otro lleva el cabello rapado con todo el cuero cabelludo tatuado.
El humo y la podredumbre a marihuana me dejan asqueada al pasar frente a ellos y encontrarnos con el sujeto en la puerta que entrega tickets.
Oscar está a mi lado. Es una versión de sí muy diferente a la de esta mañana: lleva puesta una camiseta negra adherida a su torso musculado, con mangas muy cortas y arremangadas, una cadena cuelga de su cuello, lleva jeans grises rotos en los muslos y las rodillas y zapatillas camufladas, gastadas. Es diferente en su vestimenta, pero no en su grosero modo de ser. Ando tras de él como un patito tras su mamá, no conozco este lugar y si mi padre me descubre aquí, me matará.
En verdad, dudo mucho que papá venga. De día esto parece un lugar literalmente abandonado, incluso en la noche desde afuera, exceptuando unas escazas señales de vida.
—Os…car—le digo luego de que hace un gesto al hombre de ventanilla que me mira con sus ojos enrojecidos, debajo de un mechón de cabello verde grasiento—. ¿Qué…es este…lugar?
Quiero sostenerlo de un brazo, ahora mismo su piel tostada y sus bíceps son demasiado tentadores como para tocarlos sin estremecerme.
—¿No lo ves?
Mientras más nos adentramos, más capto que el lugar es una especie de cueva, va hacia abajo y el aire se vuelve cada vez más viciado. La música empieza a golpear y a hacer vibrar las paredes y mi cabeza.
Hay gente bebiendo, fumando, jugando billar, otros están de pie en una barra también bebiendo y unos pocos tirados en asientos bajos en los rincones de la cueva laberíntica (sí, bebiendo).
—¡No…me dejés atrás!—mascullo tratando de que mi voz no se pierda, y en un esfuerzo de que no se note que soy el bicho raro y nuevo del lugar. El peso de la mirada de todos me hace sentir terriblemente desencajada.
Nunca me sentí tan fuera de lugar como ahora.
Desearía que la mentira que le dije a papá hubiese sido cierta: subí a mi habitación más temprano, le dije a papá que me llevaría la cena porque estaba con “cosas de mujeres” y me encerré. Al salir, descubrí que se había quedado dormida en el sofá de la sala: le pasé llave a la puerta de mi habitación/ático y salí por la cocina.
Repito el nombre de Oscar infinidad de veces, pero él no repara en mí. Se sienta en una banqueta alta frente a la barra al lado de un tipo de un metro noventa, muy musculoso. Tiene el cabello rapado a los costados y rulos de un color azul eléctrico en la parte superior de su cabeza.
Primero saluda a su amigo y luego clava sus ojos negros como la noche en los míos que tiritan como un animalito con frío.
—¿Qué tal, Lalo?—saluda al tipo que está a su lado y éste le dice algo muy bajo señalándome por encima de un hombro.
—No tengo idea quién es esta loca—le contesta Oscar mirándome—. Me viene persiguiendo desde hace horas. Ha estado espiándome durante el día y ahora me acosa, le estoy empezando a tener miedo.
Lalo apenas esboza una media sonrisa y apoya los codos en la barra. Se acerca a mí por delante de Oscar y sus ojos colorados, ojerosos y cansados me examinan.
—Hey, loca—me dice—. ¿Qué te pasa con mi amigo, eh?
Un cosquilleo en mi interior produce algo horrible que estalla en mi pecho. ¿Angustia? ¿Temor de muerte? ¿Serían capaces de hacerme daño todas estas personas?
—¿Q-qué…?—empiezo sin ser del todo consciente si conviene o no darle una explicación de que Oscar ha mentido en gran parte de lo dicho. Bueno, sólo en una cosa no menos importante: él me invitó a venir hoy. Es por él que estoy aquí, nada menos.
Pero las palabras no me salen. El mundo se anula a mi alrededor.
Hasta que una chica se acerca al otro lado de la barra.
Tiene el pelo color gris ceniza recogido en un rodete alto, sus cejas están cortadas en partes y tiene toda la parte inferior del cuero cabelludo rapado al ras. Lleva una copa en mano y al verla, distingo también su muñeca plagada de cortes y pulseras de hilo. Lleva puesta una camiseta marrón, que deduzco, ha de llevar la estampa de un esqueleto con cuchillos. La recién llegada me ignora y mira a Oscar:
—¿Qué vas a tomar, Hoyuelos?
¿Hoyuelos? Sí, Oscar los tiene y le quedan fenomenal pero ¿se lo habrá dicho al azar o ya se conocen?
—Ya sabés, Mile—¡se conocen!—. Y traete algo de eso para mi amiga… Disculpá, ¿cómo es que te llamás?—me dice Oscar y eso me desagrada completamente. El enojo hierve en mí.
Es evidente que él en toda su persona, se trata de un muchacho interesante dentro de PUERTA ABIERTA y no me convendría golpearlo de la manera que tengo pensado hacer. Nunca habían jugado de esta manera conmigo. Y no pienso darle el gusto.