Continuamos hasta subir el Monte.
Pasamos estatuas que implican pasajes bíblicos hasta dar con una inmensa cruz de piedra en la cima.
—Esto es aún más impactante—le digo, formulándome cómo carajos subieron semejante cruz hasta aquí.
Oscar no responde y seguimos caminando.
Se extiende imponente un enorme valle de hierba y césped que crece por lo menos con unos sesenta centímetros por encima del nivel del suelo. El paisaje de rocas es inmenso. Hasta que recuerdo mi móvil y caigo en la cuenta de que aquí podría tener señal. ¡Ni siquiera lo recordé!
Lo busco y palpo cada uno de mis bolsillos hasta que Oscar (quien por suerte ya ha guardado las horribles mascotas que se le meten por los músculos de la espalda) se percata de lo que hay y dice:
—Hasta que te acordás del celu. Te lo quité. Atraería a la policía si tenías puesto un localizador. Tu padre ha de estar muy preocupado.
—¿Lo…volveré a ver?
Me arroja una de sus miradas típicas al estilo “¿en verdad querés que te responda eso?”
Seguimos con la caminata hasta que se logra vislumbrar entre el valle rocoso, metros antes del acantilado, una cabaña de tentador aspecto cálido, es pequeña pero confortable luego de tanto caminar.
—Allá es—me señala lo evidente.
Pero no hay nada.
Sólo esa casita. Nada más.
—¿Qué va a pasar aquí? —le pregunto.
Él traga saliva y los músculos de su rostro se tensan. Sus labios se abren para articular tres palabras que paralizan el corazón de tan solo oírlas:
—El final de todo.
Al salir de la ducha, creo verme obligada a ponerme la misma ropa que antes, sin embargo Oscar me presta un pantalón de joggin que me queda suelto y lo ato con tiras en la cintura; también un buzo con capucha que me queda enorme y me cubre completamente los muslos.
Mi acompañante me llama desde la cocina y sirve un delicioso almuerzo a base de vegetales picados y carne enlatada. En verdad no es tan delicioso, pero luego de las últimas horas, cualquier cosa me parece bien.
—¿Aquí vivís?—le pregunto, un poco confusa. Si tiene que hacerse todo este viaje cada día para ir y volver de mi casa sin tener automóvil…
—No—responde y se sienta en la mesa, frente a mí, con otro plato de comida—. Es una especie de guarida.
—¿Para vos?
—Para nosotros.
—¿Malena, vos…y la chica rubia?
—¿Qué chica rubia? Ah… la viste anoche.
—Sí.
—Se llama Eileen. Es la dueña original del lugar donde estamos parando. Fue quien empezó todo.
Cuando la vi me impresionó de mayor edad pero de Oscar me esperaría cualquier cosa. Literalmente.
—¿Qué edad tiene?
—Unos tres mil doscientos veinte.
La comida se me atraganta y debo pasarla con un trago de agua.
—¿Qué…?
—Parece de treinta. Se trata de un maleficio para conservar la edad. No todos somos bestias con serpientes. Algunos usan magia. Digo… otro tipo de magia.
—¿Por ejemplo?
—Male conoce de eso mejor que yo. Es bruja. Como Elieen. Ellas son una bestia.
—¿Ellas una sola bestia? Dale, hablá en serio Oscar.
—Te hablo en serio: Somos siete razas de bestias diferentes. Cada uno de nosotros pertenece a una raza. Por desgracia, con Maxi compartimos la misma…
—¿Y su padre? ¿Kaneki también es uno de ustedes?
—No. Él es peor.
—¿Por qué?
—Es humano. De los peores, quiero decir.
—Mmm…
Se produce un ligero silencio hasta que capto que me he terminado toda la comida. Creo que ni a mi madre le doy ese gusto.
—Estuvo delicioso—le digo con dificultad de proferir alguna intención de adulación frente a este hombre. O bestia. U hombre-bestia-PadreDeSerpientes o como quiera que se le deba llamar.
—Gracias—señala—. La costumbre de comer enlatado.
—¿Por qué lo decís?
—Vivir sabiendo que La Batalla Final podría desatarse en cualquier momento te pone un poco paranoico respecto de guardar provisiones para no morir de hambre en los días que eso ocurra.
—Ay, Oscar—pongo los codos sobre la mesa y me sostengo el rostro como si me pesase demasiado—. Te juro que no me puedo terminar de creer todo esto. ¿Podrías al menos terminar de responder a mis preguntas? Bah, son un millón, pero me interesa dilucidar algo para que empiece a figurarme mejor cómo son las cosas.
—Dispará, bonita.
Levanto una ceja. Creo que extrañaba al Oscar seductor.
—¿Por qué le debés dinero al padre de Maxi?
Mi interlocutor pone los ojos en blanco y se cruza de piernas.
—Porque es un imbécil con mucho dinero—señala—. Suele dar préstamos a las bestias. Todos los que hemos nacido con nuestras condiciones, solemos ser unos marginados de la sociedad y nos cuesta encontrar un sustento para vivir. Por ejemplo, pensá por qué estamos en un pueblo apartado. Amo Tandil, pero eso es demasiada exposición. Ahora nos hemos acercado ya que el Monte Calvario se trata de un lugar cercano a La Batalla. Y con gente tan cerrada que nadie les creería si a uno se le suelta un tornillo y empieza a decir que vio un hombre devorarse una chica desde su interior con una serpiente como nexo. Digo, uno o una…
Me guiña un ojo.
—Gracias pero después de todo, resulta que no se me había aflojado ningún tornillo—le contesto y una parte de mí desea que ojalá se me hubiese aflojado y nada de lo que estuviese ocurriendo fuera cierto.
—Segunda pregunta—insiste.
—Aquí va: ¿por qué Malena, Eileen, Lalo y tú no están del mismo bando que Kaneki, Maxi y todo ese clan?
—Porque no coincidimos con su posición. Una vida de marginación no implica tener que seguir siempre por las vías erróneas. Se supone que vinimos al mundo con otro objetivo pero no carecemos de libre albedrío: aunque la mayoría elija hacer el mal, nosotros optamos por una vida en paz. Así de simple.
—Y en ese punto, no distan mucho de ser como los humanos.