Maine Warlock: Y Los Vampiros De Febo

CAPÍTULO 6

Estaba enjuagando los platos de la cena cuando escuché los golpes en la puerta principal. Ella bajó los papeles que leía y me dirigió una mirada sorprendida detrás de los gruesos marcos de sus lentes de lectura; sus cejas se alzaron en interrogación.

—Yo iré —dije antes de que pudiera moverse de su lugar en la mesa, habíamos compartido pasta para cenar, una cena para tres: ella, su trabajo y yo. Realmente era algo a lo que estaba acostumbrándome rápidamente, el silencio calmante siendo interrumpido sólo por el suave roce de los papeles siendo manipulados y algún suspiro ocasional.

Ya estaba alcanzando la puerta cuando Ella se puso de pie.

Nathan Keller me sonrió desde el otro lado.

Pude sentir la presencia curiosa de mi hermana detrás de mí.

—Buenas noches, señorita Warlock —sonrió encantador hacia Ella —. Maine.

No le devolví la sonrisa, todavía confundida por su visita. Miré el reloj en forma de roble sobre el aparador de la entrada, eran pasada las diez de la noche.

¿Qué demonios hacía aquí a estas horas?

—Buenas noches —respondió Ella, saliendo del aturdimiento —Puedes decirme Ella, ¿eres amigo de Maine?

¿Qué? No.

Nathan pareció leerme y, antes de que pudiera negarlo, respondió.

—Lo soy, vamos a clases juntos. La traigo a casa después de la escuela, soy el sobrino de Alexander, tu vecino de hecho. Nathan Keller.

¿No se habían conocido antes? Ella llevaba años viviendo en este lugar, ¿por qué ahora Nathan sentía la necesidad de venir y jugar al buen vecino haciendo presentaciones? Creo que podía adivinar que se trataba de otra de las tonterías de los hermanos Keller.

Ya estaba bueno.

—¿Qué haces aquí?

Sentí la sorpresa de Ella ante mi brusco comportamiento, la ignoré.

Nathan, ajeno o indiferente a mi falta de cortesía, sólo siguió sonriendo entretenido. Realmente todo era un chiste para este chico.

—Necesitaba hablar contigo.

—¿Y no podía esperar a mañana, no sé, en clases?

Su sonrisa sólo parecía ampliarse más y más, me pregunté si no le saldrían arrugas por la mueca perpetua.

Supuse que los Keller tenían una genética demasiado perfecta como para admitir arrugas. Malditos bastardos.

—Podría, pero entonces, ¿dónde estaría la diversión en eso?

Lo sabía.

Ella nos observaba, ida y vuelta, perdida en algún punto de nuestro enfrentamiento, pero sin atreverse a interrumpir para pedir explicaciones.

—¿Y qué es eso tan importante que tienes para decir que, podría o no, esperar hasta mañana?

Silencio.

—¿No vas a invitarme a entrar?

¿Qué? Lo observé confundida pero entonces noté su postura; su cuerpo parecía estar demasiado tenso, su sonrisa entretenida de pronto parecía una máscara con bordes quebradizos; las puntas de sus zapatos no se acercaban a tres pasos del umbral.

¿Qué carajos?

Ella abrió la boca, para invitarlo a pasar adiviné, pero fui más rápida. Sin entender muy bien de dónde venía el sentimiento de precaución que me invadió, avancé los tres pasos, saliendo de la casa y obligándolo a retroceder pesadamente, la sorpresa apenas disimuladas detrás de esos ojos de chocolate fundido.

—No —dije, mi voz ronca por la emoción casi asfixiante de alerta —no puedes pasar, hablaremos afuera, dirás lo que tengas que decir y te irás.

—Maine, qué…

—Enseguida entro —dije, más ligera el sentimiento al fin abandonándome, a mi hermana, todavía se hallaba parada junto a la puerta abierta, mirando entre Nathan y yo como si fuésemos una ecuación que no lograba resolver —ve y sigue con tu trabajo, entraré cuando termine aquí. Estoy bien.

No parecía muy convencida, pero aceptó y se dio la vuelta para volver a sus papeles.

La puerta siguió abierta. Pero el sentimiento de cautela no volvió, sabía que estaba segura.

¿De qué? No podría saberlo.

—Eso fue…inesperado.

El comentario hermético de Nathan me recordó que no estaba sola; lo miré mientras me sentaba en uno de los escalones de la entrada, siguió mi ejemplo mientras su sonrisa se deslizaba finalmente y una mirada de, ¿respeto? ¿admiración?, la reemplazaba.

—Así que te apareces en las casas de las chicas a cualquier hora, y ellas sólo ¿te dejan pasar?

—Usualmente, sí. Eso es todo lo que toma.

Lo miré pensando que bromeaba, no lo hacía.

—Bueno, no soy ellas. No te dejaré pasar cuando ni siquiera has sido invitado en primer lugar.

Su mirada contempló mi rostro, como si me viera por primera vez.

—Bueno saberlo —dijo, y entonces agregó más bajo, apenas un susurro —no eres nada como esperaba.

—¿Qué? —pregunté, tal vez no lo había oído bien.




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