Mor jugaba con sus cereales frutales, ojeras oscuras apenas disimuladas bajo esos brillantes ojos grises, que hoy lucían apagados. Mab me echó una mirada, como si ella también lo hubiera notado, pero su encogimiento de hombros me dejó saber que no había conseguido sacarle información. Volví a observar a Mor, sólo para encontrarla mirándome en su lugar.
—¿Estás bien? —solté antes de que pudiera contenerme. Noté como sus hombros se tensaron bajo la camisa de franela que llevaba, a pesar de que el día había amanecido más fresco que los anteriores.
Me había mudado al lugar del otoño perpetuo.
La silla a mi lado hizo un ruido al ser arrastrada hacia atrás, y luego gimió con el peso del intruso.
—Te he traído un obsequio —. Anunció la voz orgullosa de Nathan Keller, salvando a Mor de responder. Le eché una última mirada, el suspiro que desinfló su cuerpo demasiado tenso, antes de observar a mi visitante.
Nathan lucía radiante, como siempre. Su sonrisa brillaba en un rostro despejado, su cabello empujado detrás de sus orejas; a veces me olvidaba lo hermoso que era y su belleza volvía, golpeándome y dejándome sin aliento.
Me extendió algo y sólo entonces despegué mis ojos de su perfecto rostro y noté la ofrenda.
Un ramillete. De rosas rojas.
¿Qué?
—Oh, Dios Mío —escuché la inhalación de Mab, incluso Mor parecía haberse olvidado de sus problemas para mirar boquiabierta el adorno floral que ahora descansaba sobre la mesa junto a los restos de mi almuerzo.
A la vista de toda la cafetería.
Mis mejillas ardieron mientras sentía como varias mesas en nuestro entorno silenciaban sus charlas para prestarnos atención.
La sonrisa presumida de Nathan sólo creció.
—Creí que dijiste que seríamos amigos —le acusé en un susurro furioso —Sólo.Amigos.
Mis amigas inhalaron bruscamente, claramente no hablé tan bajo como hubiese deseado.
—Lo hice, ésta no es una declaración de mi amor eterno por ti, dulce Maine.
Un murmullo de suspiros colectivos llegó a nuestra mesa, mi mano tembló deseando borrar esa sonrisita de suficiencia.
—Ésta —continuó como si no viera su muerte en mis ojos —es una invitación, bastante formal lo sé, pero me gustan las cosas a la antigua.
—¿Una…invitación?
Casi tenía miedo de su respuesta.
Mab respondió por él.
—Es una tradición, una casi olvidada. Durante la noche de la gran hoguera, una bruja le daba un ramo de flores de sangre a su posible…pareja. Era un mensaje. Esa noche ella bailaría en esa hoguera no sólo para su señor, ya sabes el diablo, sino también para la persona que recibió el ramo. Las flores de sangre representan el sentimiento apasionado que llevó a la bruja a tomar esa decisión. Era una especie de honor recibir uno de esos ramilletes.
Todos nos quedamos en silencio, miré a Nathan.
—¿Tú…vas a bailarme?
Mor tosió una risa detrás de su mano, la miré.
Mab sonrió, negando con la cabeza.
—Con el tiempo —continuó con su lección de Brujas de Coven Hills 101 —las personas fueron adoptando esa tradición, transformándola, ahora sólo es una invitación; para bailar juntos frente a la gran hoguera.
¿Qué le costaba haber comenzado por ahí?
Mis mejillas seguían ardiendo mientras miré a Nathan, su sonrisa persistía, pero ya no parecía burlona, parecía…sincera.
—Entonces… ¿quieres bailar conmigo, en el festival?
Se acercó, su respuesta apenas un susurro haciéndome cosquillas.
—Quiero que bailes para mí, toda la noche, pero supongo que puedo participar también si lo deseas.
Querido niñito Jesús.
Las miradas excitadas de mis amigas me confirmaron que, aunque no lograran escuchar las palabras de Nathan, el mensaje se entendía alto y claro.
Noté un movimiento fuera de las puertas de la cafetería, y podría jurar que mis ojos habían vislumbrado la enojada expresión de Nic Keller; pero una pareja abrió las puertas abandonando el lugar, y allí no había nada.
Quizás había sido mi consciencia diciéndome que me acaba de meter en la cueva del lobo, sólo que no estaba segura de cuál de los hermanos era el lobo acechando en la oscuridad.
Mor y yo éramos las últimas personas en el vestuario, fingí que me costaba un gran esfuerzo empacar las ropas que había usado durante la clase de gimnasia mientras la última de nuestras compañeras se despedía, dejándonos a solas.
—Ya puedes dejar de fingir —me llegó su voz cansada a mis espaldas, seguía con la misma camiseta enorme y calzas, su espalda apoyada en el casillero mientras se sentaba en el suelo —ni siquiera tú tardarías tanto en guardar una camiseta y shorts.
Abandoné mi teatro, uniéndome a ella en el suelo, su cansancio era evidente.
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Editado: 28.01.2022