Maison d´ May

Les fleurs du mal.

 ¿Es que estoy incapacitado para la elaboración del bien? [...]

¿Por qué es el bien tan indefenso? ¿Por qué tan pronto se derrumba?

Juan Jose Arreola- El silencio de Dios

De crueldades, vejaciones, falacias y toda clase de pecados fue hecho el hombre; forjado con pecado, fuego y aliento divino para ensalzarse a sí mismo. Hecho el hombre fue de barro, del mismo barro con que se esculpió la urna que contenía el regalo para Epimeteo, doble regalo para el hermano del ladrón del fuego. Hecho a imagen y semejanza del Divino Egolatra, del Gran Narciso: para experimentarse a sí mismo y auto complacerse en la realización de su propio logro hecho materia, materia divina de un ser inmaduro, veleidoso y terriblemente injusto, cegado por sus celos, su tiranía y su omnipotencia.

Slatan fue apenas un atisbo de lo que los descendientes de Adán podían llegar a ser sin andar por el oscuro camino, pero un alma corrupta sembrada desde las entrañas, poco o nada necesita para pisar la oscuridad por donde está destinado a conducirse. Slatan, un hombre sin nada y con hambre de todo fue ultrajado, humillado y herido en el ego por los señores con lo que hipócritamente se codeaba intentando huir de su condición de cuna. Los despreciaba –a ellos y a los suyos- porque odiaba servir, no se sentía hecho para agachar la cabeza sino para levantarla alto y ser servido por todo cuanto tuviera enfrente. Intentó llenar sus ambiciones por las buenas maneras, Dios testigo fue de ello, como lo fue el hombre; pero nada se logra haciendo el bien y reluciendo su conciencia en toda su falsa e hipócrita virtud.

Si bien es verdad que llegó lejos, más pronto que tarde se dejó pervertir por la voz del adversario, quien le susurró secretos y sortilegios a cambio de lo que se consideraban pequeñeces, un crimen pequeñito como robar un grano, señalar un sendero erróneo, cortar alguna cuerda... pero el hambre de quien no tuvo pan en su mesa un largo tiempo nunca ve satisfecha su gula y cuanto más probaba más quería y aquella hambre nunca se saciaba.

Érase una vez un hombre que a fuerza de engaños, mentiras e hipocresía había llegado muy lejos pero no había sido suficiente, voló muy alto y cayó a tierra. Lloró lleno de miseria, de ira y odio, entonces un hombre le tendió la mano y ese fue el pequeño empujón que lo condujo por el camino de la oscuridad. Aquel hombre no era un hombre, era la oscuridad, el terror y la perversidad, era la plaga, la peste y la muerte. Con un tentador ofrecimiento que no dudó en aceptar consiguió más de lo que podía imaginar pero no estuvo satisfecho, pues la codicia y la ambición roían como ratas su alma convirtiéndolo en un monstruo a merced del Adversario, propagando su caligine de mar a mar.

 

Había una vez una mujer hecha de barro o de costilla, o de madera o de susurros o de intenciones -buenas o malas- creada como regalo o como castigo, como compañía o maldición. Esta mujer, como la primera, se encontraba colmada de virtudes, de dulzuras, de ingenuidad infantil, de ingenio maligno y perfidia, creada en las forjas del gran herrero o en el misterio de la noche o en la claridad de los sueños. Fue una hija de Pandora y no una de Eva la que sería entregada a la merced del destino. La mujer que propagaría la estirpe de su propio sexo por las tierras, porque estaba visto que una hija de Eva no prodría cumplir el cometido y de este modo el destino no hubiera hilvanado el tejido del tiempo de la misma manera. De este modo no serían expulsados del paraíso sino que esparcerían todos los males sobre la tierra.

Había una vez un hombre impío y sádico de nombre Slatan, quien se casó con Duvradka, joven de noble cuna e inocente pureza, robada de la casa Dănești para la fundación de la nueva casa que un día, según las ambiciones del señor, habría de gobernar todas las tierras balcánicas cumpliendo su venganza contra aquellos que caminaron sobre él. Érase una vez una mujer que con su pureza logró llegar a tocar el último vestigio de piedad del hombre ganándose su devoción más la marca del demonio imperaba sobre sus acciones y el destino, embargando con él su alma, condenando a un infierno sobre la tierra y maldiciendo su sangre, y la sangre de su sangre y la de su sangre...

Érase una vez una súplica desesperada de mujeres virtuosas que levantaban las manos al cielo rogando alcanzar un haz de esperanza cuando fueron cegadas por los rayos fulgurantes de los hijos de la luz, quienes conmovidos acudieron a su llamado. No obstante, no fueron sino engañadas por las máscaras de piedad bienhechora que les mostraron; aquellos salvadores les traicionaron, reduciendolas a no menos de lo que sus propios señores ya eran. La sangre corrió corrompida por altares sacrílegos noches sin lunas y días sin sol; el tiempo corrió sin detenerse, alargando y encogiéndose, estirándose para tensarse sin llegar a romperse, sin interrumpirse...

Al igual que una manzana pudre un barril, o una hoja infecta contagia la rama del árbol, así se propagó la corruptela por la casta de sus mujeres, dispersandose por nuevas tierras y nuevos mundos, sembrando crímenes, desafuero y vileza... Érase una vez una estirpe corrompida por la sangre y por el vínculo que buscaba escapar de las dobles cadenas que los ataban como penitentes siervos de dos señores pero que se negaban a sacrificar lo que obtenían a cambio, pues desde las entrañas se encontraban famélicos, henchidos de la misma avaricia y el mismo deseo de aquel que poseyó el pecado original...

 

Había una vez una hermosa flor de inmortales pétalos, o un sol de rubios ojos, o una venus hecha de espuma de mar, de perlas nacaradas y lágrimas de ámbar; de pétalos de sangre, de fuego y espinas de oro. Érase un menudo pimpollo que enamoró de una luna seductora, o de un ángel de inefables ojos nocturnos con sonrisa perversa o de un demonio de soñadores ojos tristes. Aquella pequeña flor fue tomada en las manos de un monstruo perverso de afable sonrisa que le ofreció el corazón de aquel ángel si le seguía por donde fuera. Aquel capullo aún cuajado por el rocío de la inocencia y la ingenuidad se dejó llevar por aquella bondadosa mano que se tendía hacia ella firmando así su sentencia.




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