El silencio se tragó incluso los latidos de su corazón.
Por un instante, Lilian tuvo la certeza de que el mundo se había detenido, de que el tiempo contenía la respiración junto a ella. Ni siquiera el viento se atrevía a rozar los cristales de la ventana. La oscuridad se volvió tan espesa que podía sentirla presionando su piel, hundiéndose en sus poros, como si intentara entrar en su cuerpo para recordar algo que su mente se negaba a despertar.
Entonces, la puerta se abrió de golpe.
—Lilian.
La voz de su tía Luna cortó la negrura como un filo helado. No era un simple llamado… era un ancla que la devolvía a la realidad, pero también una sentencia. El marco de la puerta se llenó con la figura imponente de aquella mujer. La luz amarillenta del pasillo, débil y parpadeante, apenas dibujaba sus contornos, pero su sombra era clara… demasiado clara. Se extendía por el suelo como la garra de un animal ancestral, avanzando hasta alcanzar los pies descalzos de Lilian, envolviéndolos… como si la marcara.
Luna entró lentamente. Cada paso resonaba como un latido en la habitación, al mismo ritmo que algo al otro lado del tiempo comenzaba a despertar.
Su piel, pálida bajo la luz mortecina, estaba atravesada por cicatrices que no parecían humanas. No eran líneas torpes de una herida accidental; eran símbolos. Marcas de guerra. Sellos. Recuerdos tallados en carne de batallas que nadie vivo recordaba. Cada una de esas cicatrices había sido obtenida aquella noche. La noche en que Luna, todavía joven, había cruzado el umbral de aquella casa… para rescatarla a ella.
El día en que Lilian nació por segunda vez.
Y en que algo más también lo hizo.
Lilian contuvo la respiración. La garganta le ardía. La mente le gritaba que corriera, pero sus pies estaban clavados al suelo. Un sudor helado le recorrió la espalda. La habitación empezó a deformarse. Los cuadros que ella misma había pintado días antes —ángeles con alas ennegrecidas, niños sin ojos, figuras suspendidas entre la luz y la podredumbre— parecieron girar sus cabezas para observarla, como testigos impacientes de un destino que ya conocían.
La cajita musical, abierta junto a la cama, emitió una respiración. No una melodía. Una respiración. Como si aquello que habitaba dentro del mecanismo estuviera esperando a escuchar lo que Luna iba a decir.
En el rincón, la fotografía de sus padres la observaba desde la penumbra. Pero los ojos en la imagen… no eran los mismos ojos que ella recordaba. Había un brillo en ellos. No de amor. No de nostalgia.
De advertencia.
No pienses en eso.
No recuerdes.
No ahora.
—Lilian —repitió Luna, y esta vez su voz no sonó humana. Sonó antigua, cargada de memoria, de ritual, de sangre—. Es hora.
Lilian alzó la mirada. No hizo falta preguntar. No existían palabras.
Su cuerpo tembló… no de miedo, sino de reconocimiento.
Había sido llamada.
Hoy debía regresar…
El la vio nacer… y exige su regreso.
Luna chasqueó los dedos frente a su rostro, arrancándola del trance.
—Lilian, mírame. —Su voz no admitía resistencia—. Hoy debemos ir a Atlon. La casa de tus padres está casi lista para ser alquilada… y tú, como heredera legal, debes firmar los documentos. No podemos aplazarlo más.
Atlon.
Solo escuchar ese nombre hizo que el estómago de Lilian se retorciera como si hubiera tragado hielo quebrado. Esa palabra no era un lugar. Era un recuerdo con sangre.
—¿Hoy…? —susurró, con la garganta seca.
—Hoy —confirmó Luna, sin apartar la mirada—. El otoño ya llegó. Y sabes lo que eso significa. Las reparaciones terminaron. La casa está a punto de abrirse. Si tú no vas… la casa vendrá a ti.
Lilian tragó saliva. Sintió un temblor subirle por las piernas. Pero no discutió. No esta vez.
Asintió lentamente.
Con pasos mecánicos, fue al baño. El agua de la ducha estaba tibia, pero su piel seguía erizada como si miles de agujas invisibles se clavaran en su espalda. Cerró los ojos. El vapor llenó el ambiente… y por un segundo, juró oír risas de niños mezcladas con la bruma.
No es real.
Concéntrate.
Se vistió con colores tenues: un suéter beige, pantalones gris claro, botas de cuero. Colores suaves para el otoño, para mezclarse con los árboles marchitos y el cielo apagado… para pasar desapercibida.
Pero nada en ella pasaba desapercibido para esa casa.
Al salir, Luna ya la esperaba junto al coche. Su tía llevaba el cabello recogido y un abrigo largo que ocultaba las cicatrices de sus brazos. Sus facciones eran duras como una estatua hecha para custodiar tumbas.
Subieron al coche.
El motor rugió con un sonido grave, casi vibrante, y el paisaje comenzó a retroceder tras las ventanas. El viento otoñal golpeaba las hojas contra el asfalto como si susurraran advertencias en un idioma olvidado.
Al avanzar por la carretera serpenteante, Lilian sintió una punzada en el pecho. Un recuerdo, suave al principio, comenzó a deslizarse dentro de su mente.
Atlon.
Su cumpleaños.
Su último cumpleaños allí…
El recuerdo llegó sin permiso, como si el coche que avanzaba hacia Atlon hubiese activado algo dentro de ella.
Era su cumpleaños número catorce.
Todo había empezado desde muy temprano: su madre entrando a su habitación con una bandeja de desayuno –tostadas francesas, fresas en forma de corazón y un vaso de leche tibia con miel– mientras cantaba un “Feliz cumpleaños” suave, casi susurrado. Lilian nunca lo olvidaría, porque su madre cantaba así cuando quería ocultar que había estado llorando.
Su padre apareció detrás con una corona de papel hecha a mano.
—Hoy eres la reina de Atlon —le dijo, colocándosela con exagerada solemnidad, haciéndola reír.
El resto del día fue una avalancha de risas, bromas y carrera frenética para tener todo listo para la fiesta. Recuerda el olor a glaseado de vainilla, el sonido de los globos explotando cuando su primo los inflaba demasiado, la voz de Anabeth gritando desde el jardín que los pétalos no estaban distribuidos “como en la revista”.