Malas Costumbres

Prólogo

Era la mañana del día veinte, del mes once, diez años después de la muerte de Pablo y Ana María en ese fatídico accidente. Primero, una falla en el motor, un coche recalentado al costado de la autopista y un maestro de gimnasia que nunca aprendió de mecánica.
Luego una esposa molesta, porque desde un principio no quería, se negaba a venir hasta Montevideo en carretera solamente para que su marido se reencontrara por cinco minutos con coleguitas de la universidad.
Lo único bueno es que habían parado a tiempo, pues Esteban, único hijo y acompañante de Pablo y Ana María podría al fin salir del coche y descargar la vejiga escondido entre algún matorral.
Cuidandose de las picadas de hormigas y de ese excedente que se riega cuando no te la sabes sacudir comenzó a oír un ruido, igual al de todas las carreteras. Era otro camión de carga cortando el viento a ciento cincuenta kilómetros por hora.
Tras no dormir ni un minuto, en una taberna del carajo, donde los resortes del colchón te apuñalaban y las hormigas se acurrucaban contigo, el conductor del camión maldecia a la puta compañía de encargos mientras eructaba algún resto de las docenas de latas de cerveza que se había bebido durante esa noche de perros.
Cabeceó, bostezó y durmió breves instantes… 
Mientras se aproximaba decididamente hacia el coche orillado, sin que Ana María pudiese ver más que el capó levantado, mientras del otro lado, su marido no sabía ni por donde empezar.
Esteban vio el impacto, mientras daba la última sacudida, fue un golpe letal, de esos que liquidan la esperanza.

Esa mañana, mientras su tia le anudaba el corbatin, Esteban observaba el retrato de sus padres sobre la repisa, junto a un ramillete.
-¿estás seguro que no quieres que te acompañe? -preguntó su tia, sólo por compromiso-, hoy es tu gran día.
-pierde el cuidado, estaré bien, deben estar por llegar mis amigos. Iré con ellos a la tumba de mis padres, luego recogeré el diploma y volveré lo antes que pueda, lo prometo.
Apenas y terminadas de pronunciar estas palabras, se escucharon dos golpes de claxon. Eran Iván y Ricardo, que venían a recoger a Esteban en el pequeño coche de sus padres.
-Ya debes irte… sé que tus padres estarían orgullosos de ti, mirate, ya eres casi un hombre.
Dijo la anciana tia a punto de darle a Esteban un beso en la mejilla.

La mañana a penas comenzaba, la ceremonia había quedado pautada para las once en punto, el decano daría un discurso, luego comenzaría la entrega de los diplomas, y cuando el último alumno reciba su medalla y sonría para la fotografía podría ordenarse la salida y acto seguido comenzar el tradicional festejo frenético y desenfrenado. Pero antes, Esteban había decidido visitar la tumba de sus padres, fumarse un porro a escondidas y anotar un par de líneas en su cuaderno, lleno de rimas irresponsables y escenas infames de sexo desenfrenado que brotaban directo de su imaginación al papel.
Ese día, los tres mejores amigos no se separaron el uno del otro, Esteban se volvió un hermano más para ellos. Con el paso del tiempo fueron sumando cada vez más momentos juntos, en su mayoría borracheras en madrugadas largas, a veces pleitos y decepciones que como todo grupo de grandes inadaptados se acostumbraron a vivir.




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