... esbozos de comicidad, brotan constantemente
de vuestros cerebros. El demonio os ha invadido;
es inútil ir en contra de esta hilaridad,
dolorosa como un cosquilleo.
LOS PARAÍSOS ARTIFICIALES
Baudelaire
¡Ya basta!
—Maldita voz lacerante que penetra hasta el tuétano. No soporto ni un minuto más tus irritantes augurios. ¡Charlatán! ¡Despreciable zorro! ¡Calla! Tus asqueantes palabras por fin me colmaron. ¿Acaso no lo comprendes? No, claro que no ¡Necio!—dijo el profesor Ezkiel Montoya en un súbito paroxismo, y aprisionando con fuerza un cuchillo, la sangre resbaló por el filo; empañando la escarlata rabia que corría por sus venas, la cual, le hizo perder la razón. Trató de luchar en su contra pero le fue imposible. Era demasiado tarde.
—No te resistas— Escuchó una voz en su cerebro, como un doloroso murmullo.
— ¡Mi cabeza! ¡Mi cabeza! —chilló el profesor irguiéndose violentamente sobre su asiento, se llevó las manos a las sienes, y con todas sus fuerzas, apretó su arrugado y calvo cráneo. Era como si de pronto algo, se hubiese metido en su cerebro, y desde dentro, taladrara, reventando las arterias.
—No te resistas— Escuchó de nuevo la recalcitrante voz.
Una lucha se desató en lo profundo de su mente, no pudo más y se dejó llevar. El dolor estalló como una granada. Se había trasformado… ahora, sus sentidos se agudizaron. Pudo escuchar el apresurado y fragoroso latir del corazón de Raimundo. — ¡Oh, sí! ¡Puedo escucharlo danzar entre mis manos con trémulo ritmo! ¡Ah, lo atenazo con sabor!
Articuló con voz ronca, inhumanamente trinitaria.
—Tu marcada respiración me seduce, me atrae, me excita. El aroma a miedo que desprende tu materia es irresistible; exquisita, atrayente, apetitosa; ¡Podría percibirla a kilómetros!—dijo mientras cerraba sus sardónicos ojos que se iluminaban como ascuas ardientes. Se inclinó hacia delante, hartándose con el aparente olor que percibían sus dilatadas y profundas fosas nasales.
— ¿Qué? ¿Por qué retrocedes? ¡No temas, el cerrojo está puesto! ¿Recuerdas? — observó aquella entidad parecida al profesor Ezkiel, quien, de entre sus labios duros, pendía una sonrisa socarrona.
Raimundo, sacudido por una fuerte impresión, trató de escapar, echó a correr a través de unos muebles rancios, grotescos y cascados que esquivó con dificultad; no obstante, los movimientos del profesor, parecidos a los de un reptil, le cortaron el paso.
—Los vapores que emanan de tus poros me enloquecen— expresó el profesor en un estado de aparente enajenación, y tomando por el cuello a Raimundo, lo levantó con extraordinaria fuerza. Se inclinó de nuevo y comenzó a olfatear su agitado pecho, su angulosa nariz se ensanchó aún mucho más; de manera grotesca, anómala. Luego, echando la cabeza hacia atrás, exhaló. Raimundo, al percibir la fétida respiración que desprendía el profesor, como el de la putrefacción de la carne muerta, se horrorizó. Al intentar zafarse, alcanzó un cubierto en la mesa y se lo clavó en las costillas. Aquel demonio observó una herida reluciente y viva sobre su constado, cuya sangre emergió apenas como un finísimo hilo. El profesor, sensible ante la lustre llaga, pareció contorsionarse de placer. Apretó los labios con fuerza, pero no puedo contener un gemido seco y tortuoso, que subió por su garganta. Entonces, extasiado, notó la expresión de Raimundo, la cual, se desfiguró de dolor al comprobar el frío contacto del acero sobre su carne, blanca e insulsa. Y con movimiento lento, el profesor Ezkiel hundió más el puñal sobre la trémula garganta del infeliz Raimundo. Finalmente, el profesor disfrutó a largar y sonoras carcajadas el aborrecible acto. Raimundo, se desvaneció lento por sus manos, y antes de caer, se aferró a su entrepierna. Suplicó, pero no tardó en desplomarse, se ahogaba con su propia sangre, espesa y de un color rojo como lava volcánica.
— ¿Qué dices? —aguzó el oído el profesor Ezkiel.
Encorvó la espalda y se sentó en sus talones intentando escuchar lo que débilmente balbuceaba el incauto, se acercó hasta sus labios convulsos, pero ante de repetir lo susurrado recibió una puñalada en el cráneo. ¡Cayó fulminado! El líquido se regó con avidez sobre el suelo e, hinchado de orgullo, encoronó el cometido. La sangre, en las manos del profesor, comenzó a coagularse. Se apresuró al baño. Tras un rato de aseo salió y se encaminó a la estancia, donde se topó con el cuerpo de Raimundo Montoya; su hermano menor, quien, aún fresco, lo arrastró hasta sentarlo sobre una de las sillas de la mesa.
— ¡Qué silencio tan encantador! —pensó el profesor mientras se servía un generoso vaso con leche.
11:30 p.m.
Ya casi comienza mí programa favorito, rayos, ¿Dónde está el control?
I
A la mañana siguiente, El profesor Ezkiel encendió el televisor. De entre la pantalla cóncava, apareció la imagen un hombre de mediana edad, alto, corcovado, de cabello lustrosamente engominado y anticuado, al igual que el cerdoso bigote recortado y, el traje de oscura lana que lo hacían aparentar una edad mucho mayor. Era el conductor del noticiero, quien, con el rostro crispado, dijo: