En cada rincón de Isla Calavera se podía sentir la tensión y la desesperanza; no era un día común y se notaba en las nubes grises, pues incluso el dios de los cielos dejaba caer lágrimas de tristeza esa tarde. Todos los adultos habían salido a la Plaza Central del pueblo por orden del rey, obligando a sus hijos a quedarse en casa. Aun así, los más atrevidos se escaparon y se camuflaron entre el gentío para saber qué sucedía. Incluso el joven príncipe Liam se escondió de sus criadas para poder observar la ejecución desde una ventana.
En medio de su gente y custodiado por varios soldados, se encontraba Su Majestad el Rey acompañado del verdugo, quien arrastraba sin cuidado a una señorita de mirada perdida. El pueblo estaba en silencio, pero ganas no le faltaba de denunciar la injusticia que se iba a cometer a continuación.
—Leela.
La reina de Isla Calavera alzó los ojos hacia su marido, más no respondió. Las lágrimas empapaban sus mejillas, pero no se arrepentía de su pecado.
—Te amo, mi querida. Todo esto es por tu bien, lo juro —murmuró Taron, el rey, a su querida esposa. Leela sintió que se le encogía el corazón porque ya no le quedaban dudas de que haberse casado con aquel hombre fue su error más grande. Taron entonces le dio la espalda a la chica y se dirigió a su pueblo—: Gente de Isla Calavera, mis queridos súbditos.
—¡Larga vida a la reina! —exclamó alguien entre la multitud. De inmediato, un soldado se acercó al hombre que osaba oponerse a las decisiones del rey y le proporcionó un golpe en la boca del estómago. El aludido se quedó sin respiración y cayó de rodillas al suelo.
El soldado volvió a su lugar y Taron suspiró, como si desaprobara la violenta medida utilizada. Todo era un teatro.
—Mis queridos súbditos —repitió el rey—, hoy es un día de pena y tristeza para todos nosotros. Sé que aprecian a la reina tanto como lo hago yo, pero no debemos sentirnos mal, porque le estaremos haciendo un bien. Mi mujer fue engañada por un Maldito, un hombre que comete brujería y que vivía entre nosotros, oculto. Ha corrompido el alma de mi reina y es mi deber liberarla.
Los murmullos se levantaron de inmediato: nadie realmente creía en la existencia de los Malditos. Se dice que son personas que le han vendido el alma a un demonio y que por eso poseen habilidades mágicas, pero nadie había visto uno con sus propios ojos y lo único que realmente creían era que el rey había enloquecido de celos. La reina era una mujer amable y humilde que no temía relacionarse con su gente. Su único error había sido enamorarse del panadero y dar a luz una hija de él. Nadie la culpaba por haber fijado sus ojos en otro hombre que no fuera su marido, pues era sabido en todo el pueblo que el rey era un hombre cruel y maltratador.
La reina se encontraba llena de cicatrices que lo comprobaban y aunque nadie las había visto —pues incluso en las tardes más calientes ella usaba vestidos con mangas largas—, las sirvientas del castillo corrían la voz por todo el pueblo.
—¡Silencio! —Taron levantó las manos y todo el mundo se calló—. Recemos para que Leela pueda encontrar la paz.
Desde la ventana del castillo el príncipe Liam miraba como su madre era atada de manos y obligada a arrodillarse para ubicar su cabeza sobre la tablilla de madera. Trató de no llorar, pero sus ojos se llenaron de lágrimas al instante. No quería ver, pero no podía alejarse de la ventana. Todo era culpa de Dara, pues si ella no hubiera nacido, su papá no se habría molestado. Miró a la bebé detrás de él, quien lloraba descontroladamente. Se la había llevado de la cuna cuando nadie miraba y se había encerrado con ella en una de las torres con vista a la Plaza Central; en aquel momento las nanas golpeaban frenéticas la puerta, pero no servía de nada: el príncipe la había trabado y no tenía ninguna intención de abrir.
Le rezó a los dioses para que su madre pudiera ascender al cielo y esperarlo allí hasta que le tocara a él. Cuando vio que su padre había terminado de rezar y le daba algunas indicaciones al verdugo, tomó a su hermanita en brazos. La observó por unos segundos: era una pequeña de piel pálida y ojos azules. Lo que Liam más envidiaba de la recién nacida es que ella poseía el negrísimo pelo de su madre y él no.
Volvió la vista a la escena que se daba en la plaza y odió a aquellos campesinos por no evitar que asesinaran a su madre. Ella siempre bajaba al pueblo y les llevaba comida y ropa, además de pasar horas y horas jugando con aquellos niños pobres y mugrientos. Liam nunca entendió porqué su madre gustaba de pasar tiempo con ellos, pero sí entendió que aquellos campesinos eran unos ingratos. Después de todo lo que la reina había hecho por ellos, no daban ni un paso para defenderla. Liam conectó los ojos con los de su madre o eso creyó, y aunque no podía escucharla desde aquella distancia, pudo leer sus labios. Te amo.
El verdugo alzó el hacha.
—Esto es tu culpa —le dijo el príncipe a su hermanita, que, como cualquier niña de semanas de nacida, solo quería volver a dormir.