TERROR POR CORONAVIRUS
El pequeño Hotel AKD queda en la zona oriental de la La playa del Chivo, en la Habana, Cuba. Ha estado destinado en los últimos años a albergar a las pequeñas colonias de universitarios de todo el mundo que llegan con la intención de conocer la historia del país, aún ya fallecido el Ícono de la Isla y hacer intercambios con estudiantes cubanos o de otras nacionalidades asentados en Cuba. En las mañanas calurosas, la playa es solitaria. Los estudiantes que se supone han ido a enriquecer sus mentes han tenido una noche bastante agitada y después de las faenas juveniles, duermen y roncan apaciblemente en los hoteles bajo el siseo de los ventiladores. Para donde quiera que se dirija la vista se ven los nítidos cielos azules y el reverberar de una atmósfera que en cuestión de horas alcanzará los treinta y dos grados centígrados. El parlache isleño se escucha brevemente cuando los pobladores pasan hablando entre sí en un español bastante torcido y jalado, como un alambre de púa. El mar invariable tambien se escucha, aunque la mayoría después de tres o cuatro días de estancia, dejan de oirlo. Los hoteles, todos juntos en un pequeño desierto a no menos de una milla de la playa, son edificios de cinco y seis pisos, modos y lirondos, satinados con una pintura que hace unos cinco años perdió el barniz. Sobre la puerta principal del hotel AKD, o el AKD Hotel, como suelen llamarlo los extranjeros, hay un letrero desvencijado que precisa: "Habitaciones por Noche y por Mes" Después de franquear esta puerta se encuentra una gran zona de agua dulce, con muchas llaves instaladas, pero pocas en funcionamiento y una pequeña piscina para meter lo pies. Un patio grande, con un tablero de basquet en un lado y al otro lado, la señalización para jugar al béisbol. Cruzando toda esta zona se llegaba al comedor. Era un lugar decorado con una iconografía de los años setenta, sendas fotos de Che Guevara, de Fidel, de Silvio Rodríguez y de las multitudes aclamando a un barbado líder. Barras de madera de cerezo en un centro de ocho taburetes. Un lavamanos amarillento y dos baños al fondo. La Habana tenía hoteles muy lujosos para turistas, pero para estudiantes de intercambio, los hoteles eran modestos, por no decir, de cuarta categoría. Aquello no tuvo demasiado impacto en el grupo de seis estudiantes que llegó el trece de enero proveniente de Medellín, Colombia. Por dos razones quizá: ya habían sido advertidos por el anterior gurpo que había hecho el mismo trayecto y por que no les interesaba en absoluto el lujo. Solo querían playa, mar, whisky, comida y sexo. Estudiar si, un poco. Ir a las conferencias, si, un poco. Pero más que nada querían descansar de cinco años de extenuantes estudios en las facultades universitarias, sentir la brisa, sentir las olas, el poder del sol y por qué no, la pasión de aquellas extraordinarias jovencitas de las que ya les habían hablado que se ofrecían por unos seis dólares el rato...
Cambio de planes
Habían tenido el tiempo suficiente para saciar sus apetitos voraces y ya iban por la carretera paralela a la playa…
Tienes la piel más dorada que un faisán al horno - le dijo Charly a Sara, mirando cada centímetro del cielo cubano, como si quisiera retenerlo en su memoria.
Sí, creo que se me va a ulcerar… por fortuna tenemos con nosotros a un dermatólogo… aunque ha bebido tanto que creo que ha olvidado todo lo que aprendió en la universidad…
Si lo ha olvidado no será por el licor sino por el número de chicas que ha conocido. Ahora sabe más de geografía que de dermatología.
Todo esto ha sido una locura – renegó Sara – Jamás imaginé que me iba a especializar en comportamiento masculino. Por lo pronto estoy considerando volverme lesbiana. Si el resto de los hombres se comportan como ustedes cuando salen de vacaciones, no quiero tener que ver con ninguno en adelante.
No exageres, nena - Le dijo Charly con su sonrisa que elevaba un labio y dejaba el otro inmóvil.
Desde el primer semestre en la Universidad de Antioquia, aunque habían empezado en carreras diferentes, Sara y Chary habían tenido un gran nivel de empatía. Sara en Artes Audiovisuales solía necesitar con frecuencia quién le ayudara a expresarse en sus trabajos escritos y el pequeño Charly, en Comunicación Social, nunca le había dicho que no. Ella tenía un secreto que nunca le había dicho. Él sospechaba, pero jamás había sido capaz de arrancárselo. A las dos de la tarde de ese día, mirando cómo se desplazaba el bus por las plazoletas desnudas de la Habana, aún le miraba con aquella ternura. Varios de los chicos iban semidormidos, con modorra. El ruido del bus tenía esa capacidad asombrosa de obnubilar los sentidos y el sol, que entraba como una cuchilla de luz, proveía el calor para desmadejar los cuerpos.
Por eso cuando el conductor de aquel viejo bus FIAT modelo 80, se paró en el freno, después de recibir una llamada en su celular, y logró sacudir todos aquellos cuerpos contra las barandas, casi todos sufrieron pequeñas contusiones y un gran susto.
¿Qué le pasa idiota? - le gritaron - ¿No hay escuelas de conducción en Cuba?
El hombre, barbado y mal encarado, vestido de franela, apenas si miró por el espejo retrovisor y levantó la ceja.
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Editado: 04.07.2022