Capítulo 1: Cuando firmen un contrato, asegurense de leerlo bien.
Firmar un contrato sin leer la letra pequeña es una estupidez. Eso lo sabía perfectamente, pero nunca imaginé que mi desgarradora estupidez me llevaría a firmar uno que me obligara a casarme con un arrogante duque inglés del siglo XXI. ¿Quién lo diría? Yo, Clara Martín, hija de padres extranjeros, sangre verde para los ingleses, apenas con 23 años, atrapada en una mansión de cuento de hadas, con un título nobiliario que ni siquiera sé qué hacer con él, y un esposo que ni siquiera me permite respirar sin mirarme como si estuviera planeando un crimen.
Todo lo que quería era un empleo bien remunerado. Nada más. Después de años buscando estabilidad, pensé que al fin lo tenía todo bajo control. Pero claro, nunca me imaginé que el "empleo bien remunerado" incluiría convertirme en la esposa por contrato de un hombre tan... divinamente insoportable como Alexander Lancaster, Duque de Ravenshire. Un hombre que no sólo tiene un apellido impronunciable, sino también la capacidad de ponerme de los nervios con solo mirarme.
Y no es que fuera feo. No, todo lo contrario. De hecho, si el "ser guapo" fuera un crimen, Alexander estaría cumpliendo cadena perpetua. Su mandíbula perfectamente cincelada, sus ojos azules tan fríos que podían derretir cualquier tipo de calor, y su cuerpo... bueno, digamos que de haber sido escultor, habría preferido esculpir estatuas de mármol a hacer lo que hace: mirarme como si fuera un mal chiste en un libro aburrido.
Ahora, en este preciso instante, me encuentro atrapada en su mansión, que parece sacada de una película de época, con muebles tan antiguos que deberían tener su propio museo. Las paredes, blancas y relucientes, se extienden en un silencio abrumador, como si esta casa hubiera olvidado lo que es el ruido. Y a mí me acosa una sensación de claustrofobia, una angustia que crece con cada paso que doy. Cada rincón de la casa parece susurrarme que he cometido un error irreversible.
Mi primer error: no leer la letra pequeña del contrato que firmé en un arranque de desesperación.
Mi segundo error: pensar que un duque, con todo y sus "títulos", iba a ser la mínima ayuda para sobrellevar mi vida de forma más... común.
Porque, claro, en teoría me casé con él por dinero, por estabilidad, por escapar del agujero financiero en el que me encontraba. Pero ahora que miro la mansión, con sus interminables pasillos y la silenciosa perfección que parece una jaula dorada, me pregunto si realmente valdrá la pena.
No me malinterpreten. Alexander Lancaster tiene todos los rasgos de un hombre perfecto para ser admirado en una pintura del Renacimiento. Su porte, su elegancia, esa serenidad tan típica de los aristócratas. Pero al mirarlo, sólo siento... incomodidad. No sé si el problema es que su frialdad es más palpable que el mismo hielo de su tierra natal o que me observo a mí misma, atrapada en esta absurda situación, incapaz de dar marcha atrás.
"Este matrimonio es un desastre", murmuro para mí misma, sin ni siquiera darme cuenta de que lo he dicho en voz alta.
Me encuentro deambulando por los pasillos interminables de la mansión, mis tacones resonando en el suelo de mármol con una cadencia que sólo hace eco en mi mente. ¿Cómo he llegado aquí? Si me lo preguntaran en otro momento, estaría llorando de rabia, pero ahora, simplemente estoy… atónita. No sé si reír o llorar, pero en mi interior sé que ambos sentimientos son inútiles. Nadie me advirtió que un "matrimonio por contrato" no vendría con instrucciones.
De repente, la figura de una mujer aparece frente a mí. La ama de llaves, señora Richardson, cuya mirada parece tan cortante como un cuchillo afilado, me observa con desdén desde la puerta de la sala principal. Ya he notado cómo su actitud hacia mí es… digamos, fría, por no decir abiertamente hostil. ¿Será porque soy una intrusa en un mundo que no me pertenece? O tal vez sea porque, de alguna manera, ella cree que estoy aquí para "destronar" a su señor, el duque. Pero lo que realmente estoy haciendo es intentar no perder la razón.
—¿Necesita algo, señora Lancaster? —su voz, seca como el polvo, suena más como una acusación que una pregunta.
Sonrío de forma forzada. Ella ni siquiera me conoce, pero su desprecio hacia mí parece ilimitado.
—No, gracias, señora Richardson. Sólo explorando mi nuevo hogar.
"Mi nuevo hogar", repito en mi cabeza, tratando de que las palabras tengan algún sentido. Pero no puedo engañarme a mí misma. Este no es mi hogar. Y ni siquiera puedo imaginar cómo encajaré aquí.
Al fin, después de lo que parece una eternidad, llego al salón principal. Y allí está él. Alexander Lancaster. El hombre con el que me acabo de casar, el hombre que me mira desde su rincón como si yo fuera una rara especie en un zoológico, y que, sin embargo, se ve perfectamente cómodo en su entorno.
Él levanta una ceja al verme entrar, como si me estuviera evaluando. A su alrededor, todo parece en su lugar: el fuego chisporroteando en la chimenea, los libros perfectamente alineados en las estanterías, la luz suave que cae de los candelabros como si el mundo entero fuera un escenario de teatro.
—Parece que hemos comenzado de la peor manera posible —dice con una sonrisa que, si se puede llamar así, parece más una mueca de frustración.
Y yo, decidida a no ser una mujer indefensa en esta historia, respondo con sarcasmo:
—¿Qué tal si empezamos por no matar a nadie?
La tensión entre nosotros es palpable. No necesito ser una experta en leer el lenguaje corporal para saber que este matrimonio va a ser un campo de batalla. Pero, al menos, espero que el contrato nos permita sobrevivir hasta el final. Aunque… no tengo claro si llegaré tan lejos.
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Editado: 26.02.2025