Capitulo 10: la boda parte 2
El murmullo de los invitados llenaba la catedral mientras esperaban la ceremonia. Un comentario se repetía entre los asistentes: el conde estaba sonriendo. Y era algo que rara vez sucedía.
Clara avanzó hacia él con una sonrisa traviesa. —¿Y qué tal? ¿Mi vestido cumplió o no tus expectativas?
Alexander la observó con su típica expresión imperturbable. —El vestido sí —concedió—, pero tu caminata dejó mucho que desear.
—Aún me duelen los pies —se quejó Clara con un puchero.
Alexander suspiró con exasperación, aunque la sombra de una sonrisa asomó en su rostro. —Estás en una boda, compórtate.
Clara inclinó levemente la cabeza y respondió con su característico tono teatral: —Sí, my lord.
Antes de que pudiera seguir con su dramatización, Alexander la atrajo por la cintura y le susurró al oído: —Cero juegos aquí. Finge perfección por al menos una noche.
—Claro, como usted mande —murmuró ella con una reverencia exagerada.
El gesto no pasó desapercibido. Algunos invitados intercambiaron miradas, convencidos de que la pareja estaba enamorada. Incluso el tío de Alexander, quien más deseaba que la boda fracasara, comenzó a dudar de que Lord Aston hubiera saboteado la elección de la esposa de su sobrino.
El cura comenzó la ceremonia, pronunciando las palabras tradicionales. Todo transcurrió sin problemas hasta que Alexander pronunció sus votos. Su voz, firme y solemne, resonó en la iglesia:
—Desde este día en adelante, en la prosperidad y en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, para amarte y respetarte hasta que la muerte nos separe.
Con una tranquilidad ensayada, deslizó el anillo en el dedo de Clara. Pero cuando llegó su turno, la joven sintió un vacío en la mente.
—Nadie me dijo que tenía que decir algo —susurró frenética—. No preparé nada. Alexander, ¿qué voy a decir?
Él le susurró entre dientes: —Cállate, Clara. Me estás poniendo nervioso.
—Pero, Alexander, ayúdame…
—Di cualquier cosa, cállate ya.
Los nervios hicieron estragos en ella y, en un descuido, dejó caer el anillo. Un silencio helado recorrió la iglesia mientras el sonido metálico del anillo contra el mármol resonaba en el ambiente.
La duquesa madre empezó a abanicarse con desesperación. Aunque odiaba a Clara, no quería que su único hijo quedara humillado públicamente. Alexander, con las manos crispadas, parecía contenerse para no gritarle.
Entonces, Beatriz, la hermana de Clara, salvó la situación. Se inclinó con elegancia, recogió el anillo y, con una sonrisa tranquilizadora, murmuró:
—Nervios de boda. Tranquilos, respiren.
El caballero Edmund Cavendish, hermano de Lady Genevie, intervino con una leve sonrisa: —Es normal en una ocasión tan importante.
El comentario, sumado al apoyo de un caballero de alto rango, calmó la tensión en el ambiente. Alexander le dirigió una mirada de agradecimiento a Beatriz antes de tomar las manos temblorosas de Clara y colocarle el anillo.
—Todo estará bien. Tranquila —susurró, esta vez con una genuina suavidad.
Clara, aún con el corazón acelerado, respiró hondo y recuperó la confianza. Cuando llegó el momento de sus votos, recurrió a su memoria y pronunció con total seguridad:
—“Me has hechizado en cuerpo y alma, y te amo, te amo, te amo. No deseo separarme de ti desde este día en adelante.”
Alexander cerró los ojos, conteniendo la risa. No podía creerlo. Literalmente, estaba citando a ‘Orgullo y prejuicio’. Sonrió por fuera, pero por dentro deseaba morirse.
Con su confianza al máximo, Clara tomó el anillo y, con determinación, lo deslizó… en el dedo incorrecto. Alexander no quiso más espectáculo y dejó pasar el error.
—Puede besar a la novia —anunció el cura.
Antes de que Alexander pudiera reaccionar, Clara se impulsó sobre la punta de los pies y lo besó ella primero. La iglesia estalló en aplausos.
El espectáculo había sido caótico, imperfecto… y absolutamente memorable.
La ceremonia había sido un espectáculo, pero la fiesta no se quedaría atrás. En el gran salón de la mansión Lancaster, los invitados se congregaban en pequeños grupos, sosteniendo copas de champán y murmurando sobre la boda que acababan de presenciar.
Las mesas estaban decoradas con centros de flores blancas y candelabros antiguos, el sonido de una orquesta en vivo llenaba el ambiente con una melodía clásica, pero con arreglos modernos que le daban un aire más fresco y elegante. Era el tipo de celebración que la nobleza inglesa aún organizaba, incluso en la actualidad: opulenta, refinada, con una cuidadosa mezcla entre tradición y modernidad.
Alexander, con su porte impecable, se mantenía en su papel de anfitrión perfecto, saludando a los invitados con cortesía. No se veía tenso, pero Clara, que ahora entendía un poco más sus expresiones, notaba la rigidez en su mandíbula. Estaba soportando todo con su habitual estoicismo.
—Estás apretando la copa como si quisieras romperla —comentó ella con una sonrisa divertida, acercándose con una copa en la mano.
—Y tú estás sonriendo como si fueras la novia más feliz del mundo —replicó él, dándole un sorbo a su bebida.
—Soy una actriz nata —respondió Clara, dándole un pequeño giro a su falda mientras hacía una reverencia exagerada.
El tío de Alexander, y Lord Aston, los observaban desde una distancia prudente, con los ojos entrecerrados. Algo en la interacción de la pareja lo hacía dudar. ¿Era posible que realmente se estuvieran llevando bien? La idea de que su plan para sabotear la boda hubiera fallado le resultaba frustrante.
La duquesa, por otro lado, observaba a su hijo con un semblante más relajado de lo habitual. No porque aprobara a Clara, sino porque al menos la muchacha había evitado un desastre total en la ceremonia. Todavía.
—Ven, es hora del primer baile —susurró Alexander, ofreciéndole la mano.
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Editado: 13.04.2025