Capítulo 17: Herencia en juego
La lluvia golpeaba con ritmo constante el techo del automóvil mientras el paisaje escocés se extendía más allá de los ventanales. Colinas verdes, cielos grises, ovejas dispersas como puntos blancos sobre una acuarela. El silencio entre los pasajeros era espeso, cargado de pensamientos no dichos.
Beatriz iba dormitando sobre el hombro de Lord Emond, quien la envolvía con su abrigo como si fuera un tesoro delicado. Alexander conducía con gesto serio, los nudillos blancos sobre el volante. Clara lo observaba de reojo, mordiendo la uña del pulgar.
—¿Estás nervioso? —preguntó al fin, rompiendo el silencio. —¿Por qué lo estaría? —Vas a ver a tu familia. Escocia. Herencia. Tías con opiniones fuertes. La lista es larga. —No estoy nervioso. Estoy… en modo de contención —dijo él, con tono cortante.
Clara suspiró, recostándose contra el respaldo. No insistió. Pero sabía que había algo más. Alexander había mencionado esa casa familiar una sola vez, como si nombrarla fuera invocar una maldición.
La mansión se alzaba entre la bruma como una presencia espectral. Piedra gris, techos altos, ventanas góticas. Más que una casa, parecía una fortaleza con secretos.
Cuando llegaron, el personal ya estaba en fila en la entrada. Y junto a ellos, las tías.
—Alexander, querido —entonó una mujer elegante, con un moño apretado y un vestido color vino—. Pensé que llegarías antes. Esta es… ¿la esposa?
—Sí. Clara —dijo él, sin ganas de extender la presentación.
Clara dio un paso adelante, sonriendo con cortesía.
—Un placer —dijo.
—Oh, claro. El placer es nuestro —respondió la tía con un tono apenas disimulado de inspección. Su mirada la recorrió de arriba abajo como si evaluara una joya falsa.
Junto a ella, una joven de unos veintitantos—con vestido ajustado y sonrisa venenosa—se cruzó de brazos.
—Pensé que tendrías un gusto más… tradicional, primo.
Alexander no dijo nada. Clara solo sonrió.
—Las tradiciones me aburren —replicó con dulzura fingida.
La tensión fue inmediata, pero nadie dijo nada más. Solo un leve movimiento de cejas de Alexander.
Horas después, los invitados estaban dispersos por los salones. Alexander revisaba unos papeles en el antiguo despacho de su padre, cuando la puerta se abrió sin tocar.
—¿Tienes un momento, primo? —dijo la joven de antes, caminando hacia él con paso lento.
—Isolde —murmuró él, levantando apenas la vista.
—Solo quería saludarte… apropiadamente. Hace tanto que no nos vemos.
Antes de que Alexander pudiera decir algo, Isolde dejó caer el abrigo, revelando un vestido lencero que no era adecuado ni para una ópera, mucho menos para una visita familiar.
—¿Qué demonios haces? —preguntó Alexander, dándose la vuelta.
—Vamos, Alex —susurró ella, acercándose—. Todos saben que este matrimonio es una farsa. No tienes que fingir conmigo.
Pero justo cuando se acercaba más, la puerta se abrió de nuevo.
—¡Alexander! —la voz de Clara, fuerte y clara, interrumpió la escena como un rayo. Se detuvo en seco al ver a Isolde, semidesnuda, y a Alexander tenso, con la mano alzada como si detuviera algo invisible.
Un silencio helado llenó el despacho.
—¿Interrumpo? —preguntó Clara, con voz baja pero filosa.
—No —dijo Alexander, firme—. Ya se iba.
—¿Ooh? —Isolde tomó su abrigo con falsa inocencia—. Qué pena. Pensé que quería un momento privado.
Clara no respondió. Solo la miró hasta que la joven salió.
Entonces cerró la puerta.
—¿Tienes algo que explicarme? —preguntó ella.
Alexander pasó la mano por su cara, frustrado.
—No hay nada que explicar. No la invité. No hice nada.
—¡No hiciste nada! ¡Exacto! —exclamó ella, dando un paso hacia él—. Ni siquiera me miras así. Ni cuando estamos solos. Pero ella solo entra, se quita la ropa y... ¿te quedas ahí? ¿Paralizado?
—Clara, no empieces.
—¡Te prohíbo que mires a otras mujeres! —gritó, con los ojos brillando de rabia—. Sobre todo si no eres capaz de mirarme a mí como si siquiera valiera la pena.
Alexander se quedó helado. No por el volumen de su voz. Sino por lo que dijo.
—¿Crees que no te miro? —preguntó, más herido que molesto.
—No como yo te miro a ti. O como te congelaste cuando Isolde entró.
—Clara…
—No —dijo ella, la voz quebrándose un poco—. Me casé contigo por el acuerdo, sí. Pero no quiero vivir como un adorno de tu linaje, mientras las demás te tientan y tú solo… me ignoras.
Alexander bajó la mirada. Por un momento, pareció tan humano.
Clara giró sobre sus talones para marcharse, pero Alexander la detuvo, tomándola del brazo con más firmeza de la que debería.
—Clara, espera. Estás exagerando. ¿Por qué tienes que hacer de todo una película?
—¿Una película?—dijo ella, con una carcajada amarga—. Me pareció bastante real. Una prima medio desnuda, tú en un despacho oscuro, y yo como una tonta que entra sin ser invitada. No necesito explicaciones, Alexander. He vivido suficiente para saber cuando una puerta no se abre para mí.
Alexander la soltó y dio un paso hacia ella. Sus ojos estaban oscuros, cargados. Quiso tomarle el rostro. Calmarla. Bajar la tormenta que rugía en ella. Se inclinó hacia su boca.
—No. —Clara lo empujó con fuerza, temblando de rabia—. ¿Ahora quieres besarme? ¿Usar tu boca para tapar el silencio de todos estos días?
—Clara…
—¡No me toques! —gritó, con los ojos brillando de lágrimas contenidas—. Has roto mi corazón con tu frialdad, conde heladero. Si mi propio hombre no puede mirarme con deseo, entonces tendré que buscar un compañero que me cuide el alma… y me acaricie el cuerpo.
El silencio fue como un trueno.
Alexander la miró con una mezcla de incredulidad y furia. Dio un paso adelante, la mandíbula tensa.
—¿¡Qué dices!? —rugió—. No puedes buscarte ningún compañero. ¡Eres mi esposa! ¡Respétame!
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Editado: 29.04.2025