Maldito orgullo

13. Una familia que no fue mia

Miro fijamente la puerta que está frente a nosotros, paso las manos por mi atuendo para evitar que alguna arruga dañe mi buena apariencia. Respiró fuerte, pero una cálida mano se entrelaza con la mía.

—¿Estás nerviosa? —el rostro de Bastian aparece en mi campo de visión.

Sus ojos azules brillan con el sol y en ellos me veo reflejada, aprieta su mano contra la mía y me sonríe de una forma que me hace sentir más tranquila.

—Solo un poco, ¿Se me nota mucho?

—Podríamos discutir la palabra "mucho", las manos te sudan y tú expresión me dice que has vuelto de una guerra y que no la has ganado. —se ríe suavemente.

—Una guerra me parece más fácil que esto, nunca he tenido hermanos así que no sé cómo hacer esto. No sé cómo tratarlos y eso me pone más nerviosa.

—Algo me dice que has tenido hermanos y nunca te has dado cuenta.

—¿Que?

—Gunther a estado contigo desde hace mucho, solo tratarlos como lo tratas a él, es sencillo. Funciona mucho ser tu misma.

—¡Eso es peor! Ser yo misma no es bueno, terminaré cayéndoles peor.

—Tienes que tenerte más estima, siendo tu misma fue como me enamoraste a mi. Ellos seguro te adorarán.

Vuelve a apretarme la mano y se acerca para tocar el timbre, espero ansiosa que abran la puerta y me alivia un poco al ver que es papá quién lo hace.

A primera vista nos dirige una sonrisa y se hace a un lado para dejarnos pasar, su casa es grande y acogedora. Nada comparado a la de mamá que parecía tan fría y distante como ella misma.

Nos guía hasta la sala de estar y solo cuando ya estamos instalados es que para un segundo para darme un abrazo como es debido.

—Hola, papá —dije, y una sonrisa se me escapó antes de que pudiera contenerla.

Él me abrazó sin pensarlo dos veces, fuerte, como si el tiempo y la distancia no importaran. Sentí su mano en mi espalda, firme, cálida, y por un instante me dejé estar ahí, respirando el olor familiar a su perfume. Que desde que era pequeña no había vuelta a percibir, pero tampoco a olvidar.

—Mi niña… —murmuró, separándose apenas para mirarme a los ojos—. Qué gusto verte. Sé que sigues recuperándote, pero me alegra que hayas venido a visitarme.

—A mí también me alegra venir, y espero hacerlo más seguido.

—Sabes que siempre serás bienvenida.

Di un paso atrás y tomé la mano de Bastian, que había esperado respetuosamente a un lado en silencio. Me giré hacia mi papá y con una mezcla de orgullo y ternura estaba lista para presentarlo debidamente.

—Papá… quiero presentarte a Bastian. Mi esposo.

Bastian se adelantó con una sonrisa tranquila y extendió la mano.

—Mucho gusto, señor. He escuchado mucho sobre usted.

Mi papá lo miró un segundo —un segundo largo, que a mí me pareció eterno— y luego le estrechó la mano con fuerza. Asintió despacio, como si estuviera evaluando algo que solo él entendía.

—Bienvenido, Bastian —dijo finalmente— Me alegra volver a verte muchacho, nos topamos escasamente en el hospital, pero espero seguir conociéndote.

Suspiré en silencio. El aire volvió a entrar a mis pulmones, y supe que todo iba a estar bien. O al menos, mejor que estos últimos meses.

—Claro que sí señor, créame que no será la última vez que nos volvamos a ver.

Nos atraparon segundos de silencio hasta que uno de los tres reacciono al olor a pan recién hecho y a algo que no sabía describir, algo nuevo… algo que no era de mi infancia, pero que ahora también le pertenecía.

—Voy a avisarle a Luciana que ya llegaron —dijo con naturalidad—. Y los niños están en sus habitaciones, seguro quieren conocerlos.

Lo dijo con tanta calma, como si esto no fuera una de las escenas más extrañas de mi vida. Asentí en silencio, sin poder evitar mirar de reojo a Bastian. Mi papá desapareció por el pasillo, y de pronto, el eco de nuestros pasos sobre el suelo de madera se sintió demasiado ruidoso.

Nos sentamos en el sofá de la sala. Era bonito, nuevo, con esos cojines perfectamente acomodados que gritan que ahí vive una familia que tiene reuniones cotidianas cada viernes a la noche, donde hay juegos de mesa, ven películas y disfrutan de pizza. Miré a mi alrededor con disimulo. Había fotos en las repisas: una de papá y una mujer rubia —Luciana, supuse— sonriendo frente al mar, y otras con dos niños que ya parecían adolescentes. Mis medios hermanos.

Sentí un nudo en el estómago.
No sabía por qué me ponía tan nerviosa. Tal vez era la idea de que estos niños compartían algo conmigo y al mismo tiempo… nada. Tal vez era el miedo absurdo de que no me gustaran. O peor: que yo no les gustara a ellos.

Me llevé las manos al regazo y me retorcí los dedos sin darme cuenta. Bastian, sentado a mi lado, me miró de reojo y luego entrelazó sus dedos con los míos. Su tacto fue inmediato, cálido, ancla y consuelo al mismo tiempo.

—Oye —susurró con esa voz que siempre parece tener la capacidad mágica de hacer que el mundo se calle—. No tienes que demostrarle nada a nadie. Solo sé tú.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.