Oscuridad.
No sé si tengo los ojos cerrados… o si el mundo, simplemente, se apagó.
Todo suena lejano. Como si estuviera bajo el agua, pero en vez de líquido, estuviera atrapado en humo y dolor. Hay un pitido constante en mi oído izquierdo, y mi cabeza… mi cabeza late como si hubiera algo adentro golpeando para salir.
Intento moverme. Nada responde.
Mi espalda arde, mi pecho está oprimido. Pero eso no importa.
Caeli.
El pensamiento me atraviesa con más fuerza que cualquier golpe. Trato de girar la cabeza hacia la derecha, aunque cada músculo protesta. Algo húmedo baja por mi ceja, tal vez sangre, tal vez sudor. No me importa. Solo hay una cosa que importa ahora.
¿Dónde estás?
Intento decir su nombre, pero solo me sale un gemido, como aire raspando una garganta rota.
Mi mano izquierda está atrapada bajo el cinturón. Pero la derecha… está libre. Tiembla, pero puedo moverla. La extiendo a ciegas hacia el asiento del copiloto, chocando primero contra vidrio roto, luego tela, luego el borde del asiento deformado.
Por favor. Por favor. Estás aquí. Tienes que estar aquí.
Tanteo más allá del borde, entre los restos de lo que era el interior del auto, hasta que…
la siento.
Un dedo. Luego dos. Una mano.
Fría. Inmóvil.
—Caeli… —susurro, apenas, pero ahora con toda la fuerza que me queda—. Estoy aquí. Estoy… contigo.
Cierro los dedos sobre los suyos. No sé si me puede oír. No sé si me puede sentir. Pero no voy a soltarla. Nunca. No mientras me quede algo de conciencia, algo de cuerpo, algo de alma.
Su mano no se mueve, pero está ahí.
Ella está ahí.
Y aunque no puedo abrir los ojos, aunque todo duele y el mundo está de cabeza… en esa oscuridad, con su mano entrelazada en la mía, algo dentro de mí se aferra con una certeza brutal:
No la voy a perder.
No ahora. No así.
—¿Y bien? —dijo la voz del otro lado. Era masculina, pero controlada, casi suave.
El hombre miró de reojo el vehículo destruido.
—El trabajo está hecho —informó con simpleza—. El impacto fue directo. No saldrán caminando de esa.
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea. Luego, una respuesta baja y firme, como si se saboreara cada palabra:
—Así está bien. —Una pausa. — La prefiero muerta… a que sea de él.
El hombre no respondió. Solo asintió, aunque nadie pudiera verlo.
Colgó. Se guardó el teléfono. Luego se giró por última vez hacia el auto.
Dentro, el motor aún chispeaba en intervalos irregulares. El metal seguía caliente. Y, entre los restos del interior, dos manos seguían aferradas con fuerza, una sobre otra, como el único faro de vida en medio del desastre.
El pitido. Lo escuché antes que todo lo demás.
Agudo, constante, marcando un ritmo que no reconocía. Un zumbido leve en el oído, una presión en la cabeza. Y luego, de golpe, el recuerdo.
El auto. El golpe. Caeli.
Abrí los ojos de golpe.
—¡Caeli! —grité, pero mi voz salió como un ronquido seco, rasgado.
Intenté incorporarme, pero mi cuerpo protestó. Estaba conectado a una vía, el brazo vendado, el costado ardiendo con un dolor que me sacó el aire. No me importó.
—¡Caeli! ¿Dónde está? —insistí, con la garganta cerrada y los latidos retumbándome en la sien.
La puerta se abrió con rapidez, y vi entrar a Erza. Su cara estaba más pálida de lo normal, la expresión tensa.
—¡Bastian, tranquilo! —dijo, cruzando la habitación en dos pasos para sujetarme del hombro—. Estás herido, te sacaron hace unas horas de urgencias, tienes costillas fisuradas. No puedes levantarte así.
—¿Dónde está ella? —lo empujé sin pensar, un impulso más fuerte que el dolor—. ¡¿Dónde está Caeli?! ¡Dímelo, Erza!
—Está viva, eso es lo que importa ahora. Pero no estás en condiciones de...
—¡No me importa! —espeté, con los ojos ardiendo—. Necesito verla. Ahora.
Me arranqué la cánula de la mano con torpeza, y aunque cada músculo dolía como si se partiera por dentro, me puse de pie. Estaba descalzo, aturdido, pero nada me iba a detener. Erza intentó detenerme, pero me conocía lo suficiente para saber que no lo lograría.
Salí al pasillo tambaleándome, con las luces blancas del hospital quemándome los ojos. Miré a ambos lados, buscando algún indicio, una enfermera, algo.
—¡¿Dónde está la habitación de Caeli?! —grité, desesperado.
Una auxiliar me señaló con expresión nerviosa hacia la derecha.
Corrí. O al menos lo intenté. Me apoyaba en la pared con cada paso, con el pecho gritando y las piernas temblando, pero avancé. Un número, dos… y entonces la vi.
La puerta.
Abrí de golpe, sin pensar.
Y ahí estaba.
Caeli.
Con un vendaje en la frente, un brazo inmovilizado, el cuerpo cubierto por la sábana blanca. Dormía, respirando despacio. El monitor a su lado marcaba su pulso, firme. Constante.
Me quebré en el marco de la puerta.
—Gracias a Dios… —susurré, y me acerqué a ella.
Tomé su mano con cuidado, como si fuera de cristal. Sus dedos no se movieron, pero estaban tibios. Estaba ahí.
Viva.
Me quedé de pie junto a su cama, con la cabeza baja, sus dedos atrapados entre los míos. No podía dejar de mirarla.
El sonido del monitor cardíaco era lo único que me mantenía respirando. Cada bip era un recordatorio de que seguía viva. De que no la había perdido.
Tenía cortes en la mejilla, un moretón oscuro a un lado de la frente, el brazo derecho inmovilizado, pero aun así… seguía viéndose como ella. Como mi Caeli. La respiración pausada, la calma aparente en su rostro dormido.
Me ardían los ojos. El pecho me dolía, sí, por las costillas rotas… pero más por dentro. Por todo lo que pudo haber pasado. Por lo cerca que estuve de no volver a verla respirar.
—Lo siento… —susurré, apenas capaz de formar las palabras—. No te protegí. No te cuidé. Tendrías que estar en casa, a salvo. Y estás aquí por mi culpa…
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Editado: 08.06.2025