Estaba en la cocina, intentando que el arroz no se me pasara otra vez, cuando escuché la puerta abrirse con más energía de lo normal. Bastían no suele hacer ruido al llegar, siempre entra como si no quisiera molestar a las paredes, así que eso ya me puso alerta.
—¿Caeli? —llamó, con esa mezcla de emoción contenida y nerviosismo que sólo usa cuando hizo algo sin consultarme.
Me asomé por el pasillo, con la cuchara de madera aún en la mano.
—¿Qué hiciste?
Él sonrió. Esa sonrisa. La que usa cuando sabe que no puedo enojarme aunque lo intente.
—Mira, no es lo que parece —dijo, mientras empujaba la puerta con la pierna y revelaba lo que tenía en brazos.
Un cachorro. Pequeño, de orejas enormes y desproporcionadas, con una expresión que mezclaba susto y curiosidad. Su pelaje era una maraña de tonos marrones y blancos, como si alguien lo hubiera pintado al azar con un pincel mojado. Me miró con unos ojitos oscuros, húmedos, y movió la cola tan rápido que parecía que iba a despegar.
—¿Qué…? ¿Bastian?
—Ezra lo encontró en la calle anoche —empezó a explicar, acariciando al cachorro con ternura—. Lo llevó al veterinario, está bien, no tiene chip ni nada. Pero su departamento es muy pequeño y el dueño no le permite tener mascotas. Me llamó esta mañana, no sabía qué hacer…
—Y tú dijiste: "Claro, lo llevaré a casa, a Caeli le encantará que aparezca un cachorro de la nada". ¿Eso dijiste?
Se rió, y fue esa risa suave que usa cuando está seguro de que no metió tanto la pata.
—Más o menos eso. Pero vamos, míralo. No podíamos dejarlo en un refugio. Ezra se partía el alma de sólo pensarlo.
El cachorro gimió bajito, como si supiera que hablábamos de él, y estiró la pata hacia mí desde los brazos de Bastian. No pude evitarlo. Dejé la cuchara en la encimera y me acerqué.
—Eres un manipulador —le dije, más al perro que a Bastian, mientras lo acariciaba por detrás de las orejas—. ¿Cómo te llamas, eh?
Bastian sonrió más amplio.
—No tiene nombre aún. Pensé que podríamos elegirlo juntos.
Y claro, en ese momento supe que ese cachorro ya era nuestro. Que me iba a encontrar sus juguetes en los lugares más insospechados y que más de una vez iba a morderme los cordones de las zapatillas. Pero también supe que, con ese pequeño torbellino peludo, la casa se iba a llenar aún más de vida.
Y no pude evitar sonreír también.
—Está bien —dije—. Pero yo cocino, tú limpias lo que rompa.
Bastian asintió, feliz.
—Trato hecho.
Los días pasaron y, sin darnos cuenta, el cachorro se convirtió en Bruno. No fue fácil elegir el nombre, hubo una lluvia de ideas absurda, desde "Tostada" hasta "Señor Pelos", pero al final Bastian dijo Bruno y fue como si siempre hubiera sido ese.
Bruno. Pequeño, testarudo, dulce hasta los huesos. Le gusta dormir pegado a las personas, como si el contacto físico fuera una especie de ancla. Y come como si hubiera sobrevivido a una guerra. A veces ladra en sueños, como si persiguiera cosas que nosotros no podemos ver.
Esta tarde estaba especialmente tranquila. Una de esas donde el silencio no incomoda, sino que arropa. Estaba en mi habitación, tirada boca abajo en la cama, deslizando el dedo por la pantalla del celular sin prestar atención a nada en particular. Bruno dormía a mi lado, hecho un ovillo, respirando tan profundo que me daban ganas de imitarlo.
Desde el despacho, se escuchaba a Bastian teclear. Ese ritmo suyo, constante, pausado, como si cada palabra tuviera que pensarse antes de nacer. Me gustaba ese sonido. Era una especie de garantía de que todo estaba en su lugar.
Levanté la vista del celular por un momento y miré a Bruno. Tenía una pata extendida sobre mi pierna, como si me reclamara que no me fuera a ir a ningún lado. Le acaricié la cabeza con cuidado para no despertarlo, y sonrió. Sí, los perros también sonríen. Bruno lo hace con la boca, con las cejas, con el cuerpo entero.
Pensé en lo fácil que se había integrado a nuestras vidas. Como si no hubiéramos estado completos del todo hasta que él llegó. Incluso en los días caóticos —como cuando se comió media maceta del balcón o decidió que el sofá era su baño provisional—, había algo en él que nos equilibraba. Que nos recordaba que la vida no siempre tiene que ser perfecta para ser buena.
Le escribí a Bastian por mensaje, aunque lo tenía a unos metros:
Caeli: Está roncando. Otra vez. Y babeando en mi almohada. Nuestro hijo es un desastre.
Casi de inmediato, escuché su risa desde el despacho. Luego, su respuesta llegó:
Bastian: Es exactamente por eso que lo amo.
Miré a Bruno. Luego a la pantalla. Sonreí.
Y por un momento, mientras el mundo seguía girando afuera con su caos, yo estaba justo donde quería estar.
Estaba a punto de volver a sumergirme en el espiral de videos absurdos cuando Bruno se enderezó de golpe. Pasó de estar completamente dormido a estar en posición de alerta en menos de un segundo. Sus orejas se alzaron, su cuerpo se tensó contra la cama, y soltó un gruñido bajo, gutural. Después, ladró. Fuerte. Uno tras otro, directo hacia la puerta de entrada.
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Editado: 06.07.2025