Maldito orgullo

17. El legado continúa

Tengo los ojos vendados y no sé si estoy caminando hacia una sorpresa o hacia una trampa, pero la forma en que Bastian sostiene mi mano me da seguridad. Sus dedos están tibios, firmes, como si nada malo pudiera pasarme mientras los tenga entrelazados con los míos.

—¿Cuánto falta? —pregunto, riendo nerviosa.

—Ya casi —responde con esa voz suya que siempre suena a promesa.

El aire cambia. Lo siento. Huele a campo abierto, a viento limpio y a algo que me da escalofríos en la nuca. Escucho pasos apresurados, voces a lo lejos, y una risa que no reconozco. La emoción me hace latir el pecho con fuerza.

—¿Lista? —pregunta él.

Antes de poder contestar, siento sus manos desatando con cuidado la venda de mis ojos.

Parpadeo. El sol me ciega por un instante… y entonces lo veo.

Un hangar abierto. Un avión pequeño. Y a nuestro alrededor, personas en trajes de salto. Paracaídas. El cielo completamente azul, inmenso, esperándonos.

—¡Feliz cumpleaños, Caeli! —dice Bastian, abriendo los brazos como si quisiera abrazar al viento mismo.

Me cubro la boca, atónita.

—No… no puede ser… ¿Tú…? ¿En serio?

—Me dijiste que era algo que querías repetir. Así que… hoy vuelves a volar.

No puedo evitarlo. Lo abrazo tan fuerte que casi lo dejo sin aire. Hacía años que no hablaba de eso. Desde aquel salto en el que perdí más que el miedo. Desde entonces, guardé esa pasión como un recuerdo, uno que dolía demasiado. Pero ahora, él lo ha traído de vuelta… como si supiera que estaba lista.

Los instructores nos preparan. Chalecos, correas, instrucciones rápidas. Mi corazón no se detiene. Siento que floto incluso antes de despegar.

Subimos al avión. La puerta se cierra con un golpe seco. Todo es ruido, vértigo, euforia. Bastian se sienta frente a mí, con una sonrisa que parece más tranquila de lo que debería. Me guiña un ojo.

—Te veo allá abajo —grita por encima del motor.

Se pone en pie, corre hasta la puerta abierta… y salta.

Y entonces lo grito.

—¡Bastian… estoy embarazada!

El viento se lleva mis palabras, pero sé que las oyó. Tiene que haberlas oído.

El instructor junto a mí me mira confundido.

—¿Qué dijiste?

Yo solo sonrío, respirando hondo mientras me acerco a la puerta, lista para lanzarme.

—Nada —respondo.

Pero por dentro, sé que acabo de cambiarlo todo. Hoy no solo vuelvo a volar. Hoy empiezo a caer… hacia una nueva vida.

BASTIAN

Nunca olvidaré cómo Caeli gritó mi nombre justo antes de saltar.

La caída fue rápida, limpia, como si el mundo entero se desvaneciera por un segundo y solo existiera el cielo, el viento y esa palabra que se me incrustó en el pecho como un disparo silencioso:

“Estoy embarazada.”

No estoy seguro de si fue el aire o el asombro, pero por un instante, todo se detuvo. No sentí miedo. Sentí vértigo, sí, pero uno distinto al del salto. Uno que me dijo que mi vida, desde ese momento, ya no sería la misma.

Caeli cayó minutos después. Aterrizó riendo, jadeando, con los ojos llenos de brillo y miedo al mismo tiempo. La abracé antes de que pudiera decir algo más.

—¿Es verdad? —le pregunté, con la voz rota.

—Sí —dijo simplemente. Y sonrió como si me entregara el mundo.

Desde entonces, los meses han pasado como una película en cámara lenta.

El primer ultrasonido. El sonido más hermoso y caótico que he escuchado: el latido de un corazón diminuto. El antojo de cerezas a las tres de la mañana. Las náuseas, las carcajadas, el miedo disfrazado de fuerza en sus ojos.

Las peleas pequeñas, los silencios largos. La emoción de ver cómo su cuerpo se transformaba para dar vida. Mi mano buscando a tientas ese movimiento, esa patadita torpe que me hacía llorar sin entender por qué.

La casa empezó a cambiar. Pintamos una pared de rosa. Montamos una cuna que juré no iba a necesitar ayuda, pero terminé maldiciendo cada tornillo. Ella se reía desde la puerta, comiendo mango con limón, burlándose de mi “orgullo inútil”.

Pero también hubo noches difíciles.

Ella llorando sin razón. Yo queriendo decir algo y diciéndolo mal.
El miedo de no estar a la altura. De repetir errores que nunca quiero nombrar.

Aun así, cada mañana me despierto con la certeza de que lo haría todo de nuevo. Por ella. Por el bebé que aún no tiene nombre, pero ya tiene mi corazón entero.

Y a veces, cuando Caeli duerme con una mano sobre su vientre redondo, me acerco en silencio y le susurro:

—Ya casi llegas, pequeña. Y no te imaginas la suerte que tienes de tenerla como madre.

Y mientras espero el día en que lo tenga en mis brazos, me digo que esto… Esto es mucho más que caer del cielo.




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