Malva

Introducción

Introducción

 

Las noches son duras porque la penumbra es poderosa; ni siquiera las estrellas se atreven a saludar. Está oscuro y solo quedan las débiles luces de las calles infectadas. Todos han sentido el pinchazo en el tobillo, desde los más pequeños hasta los más mayores que reposan en silla de ruedas. Mire hacia donde mire, la mirada de la gente muestra pánico. Se pasan los días buscando una respuesta contundente para todo lo vivido, mucho más de lo que pueden llegar a ofrecernos.

Estoy a punto de sentir la aguja atravesar mi piel, el hueso, pero no me importa, pues sé que después me sentiré mejor.

—Por favor, tuerza el tobillo para que podamos inyectarle bien. —La mujer, protegida por un traje y una mascarilla, precisa la zona donde debe inyectar la aguja.

—¿Qué lleva esto? —La miro curiosa, contemplando el líquido introduciéndose.

—No haga preguntas, solo háganos caso.

Noto sus manos frías cubiertas por guantes de látex sosteniéndome el pie. Siento un escalofrío. No puedo hacer otra cosa que reservarme las inquietudes y observar cómo entra el líquido rojo mezclado con un tono lila por el hueso. Por más que me fijo en ello, no encuentro una explicación, pero confío. Han encontrado una especie de cura, somos libres.

Tres segundos más y se acaba todo.

Tres, dos, uno... Se terminó.

—Esto ya está listo. —Retira la aguja, ahora vacía, y sonríe.

—¿Y qué debo hacer ahora? —le pregunto mientras me pongo el calcetín y la bota.

—Tiene que volver a su casa y reposar lo máximo posible. Recuerde que esto es una vacuna que hará su efecto en unos días. Es por eso que debe seguir las indicaciones de las autoridades sanitarias. ¿Entendido?

No digo nada, solo me limito a obedecer y a llevar mi cuerpo fuera de las cuatro paredes azul blanquecinas, donde me ha dado la sensación de que acabaría consumiendo toda mi energía. Pero aún sigo viva, gracias a la cura. No importa de qué tipo, lo único que nos preocupa a toda la población es no seguir muriendo por culpa del virus del que poco hablan y que, al parecer, luchan por exterminar.

Salgo a los pasillos repletos de máscaras interfiriendo en las respiraciones continuas. Busco la salida mientras veo a la gente alterada, nerviosa. Sigo caminando sin mirar atrás. Me causa desconcierto que ya no haya nadie que sonría, ni siquiera los niños. Ellos también están aterrados. Ya no es necesario que lleve mascarilla y no noto la presión en el pecho que hacía que sintiera como si mi cuerpo quemase. Estoy recuperada. Si no fuera por donde estoy, incluso podría reír otra vez.

Salgo. Estoy sola e incómoda. Tengo miedo, aunque no paro de caminar. Cojo las llaves de mis pantalones tejanos y sigo andando, intentando localizar a mi madre, pero no hay manera. La comunicación ha sido exterminada y las compañías de teléfono están clausuradas para los ciudadanos. Noto un dolor pequeño en el tobillo, pero no importa, sigo caminando.

Cuando consigo llegar a la calle donde he vivido toda mi vida, junto a mis padres —aunque en gran parte solo con mi madre desde que mi padre nos dejó hace algunos años—, mi visión se torna borrosa. Debajo de la piel siento un cosquilleo. Me abrazo a mí misma y río satisfecha. Dejo mi cuerpo caer en las escaleras del solar y no espero nada más.

Simplemente, me repito a mí misma: «Bien, estoy curada. Bien».




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.