Los días siguientes fueron un tormento silencioso. Cada palabra de sus padres se sentía como un recordatorio constante de que no había lugar para él en su propia casa. Alejandro caminaba por la casa como si fuera un fantasma, tratando de no chocar con nada ni llamar la atención. Cada mirada de Pearl y August le hacía sentir que estaba siendo observado, evaluado, condenado.
Una tarde, mientras trataba de concentrarse en la tarea de la escuela, Pearl se acercó con el ceño fruncido.
—Alejandro, necesitamos hablar —dijo, y su voz no admitía réplica.
Se sentó frente a él, cruzando los brazos. Su mirada era firme, rígida, sin rastro del calor maternal que Alejandro había esperado encontrar alguna vez.
—Hemos decidido que vas a ir a un lugar… un centro especial —dijo Pearl—. Allí aprenderás a ser un hombre de verdad.
Las palabras cayeron sobre él como piedras. Alejandro sintió que el aire desaparecía de sus pulmones.
—¿Qué… qué quieren decir? —preguntó con voz temblorosa.
—Lo que escuchaste —respondió Pearl—. No podemos permitir que sigas así. Este centro te enseñará a comportarte correctamente, a ser quien deberías ser.
El corazón de Alejandro se aceleró, y un nudo de miedo y desesperación se instaló en su estómago. Intentó argumentar, explicar que no estaba enfermo, que amar a alguien del mismo sexo no era un error, pero sus palabras no encontraron oído en sus padres. August se unió a la conversación con voz firme y autoritaria:
—Es lo mejor para ti. Vamos a hacer esto por tu bien. No es negociable.
Alejandro bajó la cabeza, sintiendo que el mundo se cerraba a su alrededor. Nunca había sentido tanta impotencia, tanta tristeza, tanta soledad. Sus hermanos jugaban en la sala sin darse cuenta, y él se preguntaba si alguna vez alguien lo aceptaría tal como era.
Esa noche, mientras escuchaba la lluvia golpear las ventanas de su habitación, Alejandro lloró en silencio. No sabía cómo enfrentaría los días que vendrían, ni cómo sobreviviría a un lugar donde no se le permitiría ser él mismo.
Pero algo dentro de él resistía: la certeza de que, aunque sus padres lo rechazaran, su identidad no podía ser borrada. Y esa chispa, pequeña pero viva, sería lo único que lo acompañaría hacia el futuro incierto.