Esa noche, Alejandro se levantó silenciosamente de su cama, sintiendo que cada latido de su corazón retumbaba en sus oídos. La ventana lateral que había descubierto días antes parecía la única salida posible. Ethan estaba a su lado, respirando con calma pero con ojos llenos de tensión.
—Recuerda —susurró Ethan—, no te apresures. Observa primero.
Alejandro asintió y se acercó a la ventana. Cada paso era un cálculo; cada sombra, un posible riesgo. Con cuidado, empujó la reja un poco más, notando que estaba algo floja. El aire frío de la noche golpeó su rostro, trayendo consigo un extraño alivio mezclado con miedo.
Justo cuando estaba a punto de intentar pasar, escuchó pasos en el pasillo. Se congeló. El sonido de los guardias caminando lo hizo retroceder, conteniendo la respiración. La oportunidad se desvaneció, y con ella, la sensación de libertad que había empezado a sentir.
Ethan lo miró con comprensión.
—No pasa nada —dijo—. Observaste, aprendiste. La próxima vez estaremos listos.
Alejandro bajó de la ventana y volvió a la cama, con el corazón aún latiendo acelerado. No había escapado, pero había ganado algo igualmente importante: información y experiencia. Ahora conocía los riesgos, los tiempos, y sobre todo, sabía que podía intentar salir otra vez.
Esa noche, mientras cerraba los ojos, Alejandro recordó su vida afuera, sus hermanos, las calles de San Francisco bajo la lluvia, y sintió que aunque el camino fuera difícil, su deseo de ser libre era más fuerte que cualquier miedo.
El primer intento había fallado, pero la chispa de resistencia que había comenzado en su corazón ahora ardía con más fuerza que nunca.