La noche estaba oscura y lluviosa, como si la ciudad misma conspirara para ayudarlo a desaparecer. Alejandro miró a Ethan una última vez y asintió en silencio. No había marcha atrás. Todo lo que había planeado, cada detalle observado durante semanas, culminaba en ese momento.
Se movió con cuidado hacia la ventana lateral. Sus manos temblaban, pero su determinación era más fuerte que el miedo. Cada paso era medido; cada sonido, evaluado. La reja floja que había notado semanas antes cedió con un leve esfuerzo, y el aire frío de la noche golpeó su rostro, trayendo consigo una extraña mezcla de miedo y alivio.
Ethan lo observó desde la habitación, sus ojos brillando en la penumbra.
—Ve —susurró—. Sé libre.
Alejandro respiró hondo y comenzó a escabullirse hacia la calle. La lluvia lo empapó en segundos, el frío caló hasta los huesos, pero no importaba. Estaba fuera, por fin. La libertad era real, aunque frágil, y el corazón le latía con fuerza.
A lo lejos, se escucharon pasos. Alejandro aceleró, buscando refugio en los callejones. Su cuerpo empapado resbalaba sobre el pavimento húmedo, pero no podía detenerse. No podía volver. La ciudad parecía inmensa y vacía a su alrededor, pero cada sombra, cada sonido, era parte de su escape, de su nueva vida.
Esa noche, Alejandro comprendió que la verdadera lucha apenas comenzaba. Había logrado salir del centro, pero ahora debía sobrevivir en las calles, lejos de la única vida que había conocido, enfrentándose al frío, al hambre y a la soledad.
Sin embargo, en algún lugar dentro de él, algo brillaba: la chispa de libertad y resistencia que lo había mantenido vivo durante semanas seguía ardiendo. Y aunque no sabía lo que le esperaba, Alejandro estaba decidido a no dejar que nadie le arrebatara lo que por fin había recuperado: su derecho a ser él mismo.