Alejandro logró esquivar a las figuras que lo habían confrontado en el callejón, moviéndose con pasos temblorosos hacia otra calle lateral. Su respiración era pesada, su cuerpo temblaba de frío, y cada músculo le dolía de cansancio. La adrenalina de escapar lo mantenía apenas consciente, pero sabía que no podía seguir así por mucho tiempo.
Se apoyó en un muro, intentando recuperar el aliento. La lluvia seguía empapándolo, y el hambre le daba calambres en el estómago. Cada sombra que pasaba le recordaba que estaba completamente solo. La ciudad, que alguna vez había sido un lugar lleno de posibilidades, ahora se sentía hostil, indiferente a su sufrimiento.
—Tengo que… seguir —susurró para sí mismo, abrazando su maleta—. No puedo rendirme ahora…
Pero su cuerpo estaba empezando a fallarle. Sus pies estaban destrozados, sus manos entumecidas y la fatiga lo hacía tambalear con cada paso. Alejandro comprendió con un dolor profundo que la libertad tenía un precio brutal, y que cada decisión tomada lo había llevado hasta un límite que quizá no podría soportar mucho más tiempo.
Se sentó en el suelo, abrazando su maleta y respirando con dificultad. La noche parecía interminable, y el frío calaba hasta los huesos. Su mente vagaba entre recuerdos de sus hermanos, su vida en casa y la brutal realidad de la calle.
Aunque había sobrevivido al peligro inmediato, Alejandro sabía que la ciudad seguía llena de amenazas, y que cada hora que pasaba aumentaba el riesgo de un desenlace fatal. La chispa de esperanza que lo había mantenido vivo hasta ahora comenzaba a sentirse frágil, como un hilo que podía romperse en cualquier momento.