Alejandro yacía en el pavimento húmedo, empapado y temblando de frío. Cada respiración era más débil que la anterior, cada parpadeo un esfuerzo monumental. La ciudad continuaba su curso, ajena a su sufrimiento, indiferente a la vida que lentamente se escapaba de aquel joven que había buscado solo ser él mismo.
Sus manos aferraban la mochila con fuerza, como si en ese abrazo pudiera retener algo de calor, de seguridad, de vida. Pero el hambre, el frío y el agotamiento habían ganado la batalla. Sus ojos se cerraron lentamente, y un suspiro silencioso se perdió entre el murmullo de la lluvia reciente y el ruido distante del tráfico.
En sus últimos pensamientos, Alejandro recordó a Isaac y Ambar, sus hermanos que lo amaban sin condiciones, y un hilo de consuelo lo acompañó hasta el final. Sintió tristeza, pero también una extraña paz: había vivido, había sido valiente, y había permanecido fiel a sí mismo hasta el último instante.
La ciudad seguía indiferente, pero Alejandro ya no la sentía ni la veía. Su corazón dejó de latir, y el mundo continuó girando sin notar la ausencia de aquel joven que había buscado solo un lugar donde ser aceptado.
Así terminó su historia, entre la soledad, la lluvia y el frío de una ciudad que no supo verlo ni protegerlo, un final doloroso y trágico para alguien que solo quiso ser amado y respetado por quien era.