Pearl se sentó en el sillón de la sala, abrazando sus rodillas. Recordó con claridad los gritos de hace días, el insulto que le lanzó a Alejandro cuando él tuvo el valor de salir del clóset. Cada palabra hiriente que le dijo ahora retumbaba en su mente como un eco que no podía ignorar.
—¿Qué he hecho? —susurró, con lágrimas rodando por sus mejillas—. ¿Qué hice… para merecer esto?
August entró a la sala, intentando consolarla, pero la culpa que lo dominaba era diferente. Pearl sentía que el castigo que le impuso a Alejandro había ido demasiado lejos. La decisión de enviarlo al centro de conversión, creyendo que estaba “ayudándolo”, ahora parecía una condena.
—Pearl… tenemos que… —intentó August, pero Pearl lo interrumpió—. No entiendes, August. Esto es mi culpa… lo sé… lo es todo.
Sus lágrimas continuaban cayendo mientras pensaba en el último abrazo que le dio a Alejandro, en la mirada de miedo y tristeza que él le dirigió. Había esperado obediencia, pero Alejandro había esperado comprensión. Y en lugar de eso, recibió rechazo, palabras duras y decisiones que lo empujaron fuera de la casa.
Isaac apareció en la puerta, con los ojos rojos de tanto llorar, y preguntó:
—Mamá… ¿por qué Alejandro no contesta?
Pearl lo abrazó fuertemente, intentando transmitir consuelo que ella misma no sentía. Susurró entre sollozos:
—No lo sé, mi amor… no lo sé…
Esa noche, Pearl apenas durmió. Su mente repasaba cada palabra, cada grito, cada insulto. La culpa la mantenía despierta, y cada sombra que veía en la oscuridad parecía recordarle que Alejandro estaba solo, enfrentando el mundo sin protección.