Alan se había esforzado en mantenerse despierto para vigilar lo que ocurría, pero conforme la madrugada avanzaba en su curso, su cuerpo le exigía descanso. No tenía en claro por qué de pronto estaba invadido por un cansancio tan intolerable, sólo sabía que de un momento a otro, más que quedarse dormido, había perdido la conciencia.
A pesar de su estado de letargo, no todos sus sentidos se veían afectados, pues era muy capaz de escuchar su respiración y la de Susy. Además, podía sentir con facilidad como el cuerpo de su hija se reacomodaba en su lugar de vez en cuando.
Por un breve momento pensó que todo había cedido, y que por fin un poco de paz los aguardaba, pero la idea se esfumó cuando escuchó las bisagras de la puerta rechinar con calma, aunque de forma estridente por el silencio de la noche.
Su cuerpo se estremeció y cada vello de su cuerpo se vio erizado, al llenarse la habitación de un olor pútrido y una helada temperatura. Intentó abrir los ojos y levantarse de la cama pero le fue imposible, ni siquiera pudo mover sus brazos y piernas pues se sentía como un cuadripléjico.
Sumido aún en la oscuridad de sus párpados, fue capaz de oír como golpes secos y tenues ingresaban al cuarto; eran pasos. Pasos tranquilos.
Lo siguiente que ocurrió, y que inundó su alma de desesperación, fue sentir con suma claridad que alguien estaba subiéndose a la cama. Aquella cosa arrastraba las sábanas mientras el colchón se sumía por el peso de aquel ser.
Una ola de terror lo atacó, provocando que su cuerpo comenzara a temblar.
La habitación se llenó de silencio, pero Alan sabía muy bien que ella, Ana, estaba ahí. Podía sentir su peso sobre la cama, su aroma repugnante y su temperatura que le calaba los huesos.
Él siempre fue una persona muy poco creyente en seres celestiales y demoniacos, pensaba que todo era irracional, una máscara para negar la propia naturaleza del ser humano.
"El hombre necesita creer en algo, por eso se han creado las deidades". Ese era siempre el pensamiento que él defendía a capa y espada, pero ahora, sintiendo a Ana tan cerca de él y su pequeña, deseó poder creer en algo así de poderoso a qué encomendarse.
—¿Qué me vas a hacer? —Escuchó a Susy susurrar con un hilo de voz.
—Terminaré pronto. —La respuesta de aquella macabra voz le puso la piel de gallina, y de nuevo, reinó el silencio.
Susy estaba acostada sobre su espalda, con los brazos a los costados e inmovilizada. Sus ojos miraban con horror como Ana se había acercado hasta ella con una lentitud escalofriante, mientras en su rostro de vislumbraba una sonrisa llena de maldad.
Comenzó a temblar cuando la temperatura descendió, y se encogió sobre el colchón cuando Ana se deslizó por la cama hasta ella, para posicionarse sobre su cuerpo con el fin de evitar que la niña pudiera moverse.
Su grotesco rostro estaba a escasos centímetros de ella, y ese par de agujeros negros en donde deberían ir sus ojos, dejaban ver toda la perversión que escondía.
Susy no pudo evitar preguntarse ¿en qué momento había terminado metida en eso? ¿En qué momento su amiga se volvió mala? Sus ojos se humedecieron y una respuesta llegó a ella como si alguien se la susurrase.
«Siempre lo fue, tú sólo caíste en su trampa. Qué tonta.»
La niña bajó deprimida los párpados hacia su pecho y vientre, logrando distinguir una figura pequeña recostada sobre ella. La silueta de sus largas orejas y mullida cola, fueron los indicativos suficientes para darse cuenta que se trataba del Señor Bigotes.
Tragó en seco con un inmenso nudo en su garganta, y no pudo contenerse en preguntar qué ocurriría con ella.
Una vez que Ana susurró que todo terminaría pronto y Susy estuvo segura de que nadie podría salvarla, cerró los ojos con la creencia de que así no sentiría tanto dolor.
La grotesca sonrisa en el rostro desfigurado de Ana se ensanchó, y con calma fue abriendo su boca de tal manera, que lucía como si su mandíbula estuviese fracturada. Dejó ver dentro de ella un portal a la oscuridad misma, desde donde un aroma pútrido y una ventisca ártica salieron.
Acercó su boca a la niña y comenzó a succionar.
Susy mantenía los ojos apretados con fuerza mientras Ana extraía su esencia, desgarrando el alma de la niña con un dolor penetrante que la hizo llorar con más fuerza. Comenzó a gritar en silencio por el intenso sufrimiento que destrozaba su alma y su cuerpo.
Editado: 07.03.2018