Mañana te Olvidaré

Antecedentes

Nubes grises oscurecían la mañana. Desde tempranas horas fueron juntándose unas con otras hasta que cubrieron el cielo casi por completo. La falta de rayos de sol provocó enseguida que la brisa se volviera fría y que el ambiente se tornara desolador.

Cerca del mediodía las primeras gotas de lluvia empezaron a caer. Fueron finas en un principio, apreciadas por los transeúntes y por los niños del jardín de infantes que para entonces esperaban que sus padres viniesen a recogerlos. El pasar de los minutos aumentó el cauce de la lluvia y fue dejando la entrada cada vez más sola.

Los niños de la escuela empezaron a salir, la mayoría corriendo para protegerse de la lluvia bajo el cobijo de árboles o los balcones de las casas del barrio. La calle estuvo colmada de sonidos durante varios minutos, avivando el arribo de la tarde y la tristeza del clima.

Entre las risas y la lluvia, apoyada a la malla del patio una pequeña niña mantenía la mirada en el suelo, tratando de contar las gotas que iban cayendo a manera de distracción. Esperaba que viniesen por ella –aunque esa tarde nadie llegaría- y se mantenía lejos de la vigilancia de las profesoras porque no deseaba que nadie supiera que continuaba allí. Esa cuadra de distancia le daba libertad aunque también la hacía sentir sola e insegura. Su vestido celeste del uniforme estaba empapado, tal como su mochila de color rosa. Entre el agua no se distinguía si lo que rodaba por sus mejillas era lluvia o lágrimas. Parecía triste sin embargo, con su mirada oscura perdida y los mechones de cabello rojizo escurriéndole por los hombros.

Pasó desapercibida para muchos. Transitaban a su lado sin notarla, sin mirarla, como si fuese un alma que nadie lograba percibir. Para ella también, el mundo estaba lejos y permanecía callado. Sus sentidos se hallaban condicionados a responder sólo ante la voz o el tacto de alguno de sus padres. Sentía que nada más allá afuera podía llamar su atención o regresarla a la realidad, pero entonces una sensación extraña la obligó a levantar la vista.

En la vereda de en frente distinguió a uno de los niños de la escuela, apenas mayor que ella, bajo el cobijo de un enorme paraguas color plateado. Fue el objeto quien atrajo primariamente su curiosidad, que descendió luego hasta toparse con los ojos miel del niño. Ambos sonrieron, y tras un momento él cruzó la calle para acercarse a la niña.

- Hola. ¿Qué haces parada en medio de la nada? – miró el niño a los lados -. Estás toda mojada. ¿Esperas a alguien?

- Mi mamá, mi papá… - dijo ella como en un susurro - no han venido. Me abandonaron.

Él se acercó más, para que su paraguas los protegiera a ambos. Se quedó callado durante un par de minutos, mirando hacia el cielo alternativamente que al rostro desconsolado de la niña.

- Ya vendrán. Nadie abandonaría a una niña bonita como tú.

Ella elevó la mirada cuando lo escuchó. Sus ojos se vieron más grandes y se llenaron de luz.

- Soy Tomás – se presentó él de manera exageradamente formal -. ¿Y tú?

- Renata – dijo ella con un leve sonrojo en las mejillas –. Oye, ¿También esperas a tu mamá o a tu papá?

- No, yo camino hasta mi casa. No está lejos. Además ya estoy en la escuela y por eso soy independiente – contestó él adoptando una pose de orgullo pero sin abandonar su sonrisa -. Se me está haciendo tarde – miró luego su reloj de plástico con dibujitos -. Mi mamá se preocupará si me demoro.

Renata entristeció con sus palabras, pues significaban que se quedaría sola otra vez. En la calle no había casi nadie, la lluvia continuaba su cauce y la tarde auguraba ser tan deprimente como la mañana.

- Ten – tendió Tomás su paraguas -. Quédatelo por ahora.

- Estoy mojada.

- Pero no te seguirás mojando. Tengo que irme, pero luego seguiremos conversando.

Él se alejó dando saltos y entrando a propósito a cada charco que encontraba en su camino. Renata sonrió al verlo alejarse, y poco después tomó el valor de ir sola a su casa, ubicada a escasas cuadras. No pudo dar gran explicación acerca de cómo había conseguido aquel extraño paraguas, sólo adujo que tenía un nuevo amigo.

En efecto, desde aquel instante Renata y Tomás se juntaban todos los días a la salida de sus clases y con el tiempo él se quedaba acompañándola hasta que llegaban a recogerla. Sus padres se conocieron y ambas familias se volvieron amigas en los meses siguientes. Hablaban entre otras cosas de lo responsables y aplicados que eran sus hijos a pesar de ser tan pequeños. Ellos escuchaban y se reían. Coincidían en su deseo de ser los mejores y cuando podían presumían uno con el otro de sus calificaciones y de las felicitaciones que recibían de los docentes. Renata nunca aceptaba que Tomás la ayudara con los deberes de la preparatoria, pero se mostraba curiosa y fascinada por las tareas de primer grado que él hacía cuando estaban juntos.




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