Mandala

I

Pero si era la verdad incierta lo que azotaba los miles demonios encapuzados en mi alma. Qué sino la locura de los cuatro vientos resoplando a las golondrinas cantantes; casi engalanadas de un placer indisfrutable pero no cierto: así se sentían los viernes sin ti.

He tratado por mucho tiempo de no quejarme, Bianca, pero es imposible no hablar de cómo los trastes son mal tratados o cómo los gallos de primavera no cantan a las 5 de la tarde. Sí, a esa hora donde tú ya no sales; cuando el paisaje deslumbrante solo azota a mis jaurías internas por Larco o Arequipa, donde tus pasadas se hacen tan ínfimas como tu mirada fija.

Ah, tu suave mirada. Cómo poder olvidar a las aves pasando y corrigiendo la mañana a nuestros pasos. Dedo a dedo, mano a mano: «las tardes se hacen frías», algo así decías. Pero si era esa frialdad lo que hacía dura nuestra relación de idiotas (porque no hay otra forma de definirlo, ¿sabes?, ni con algún neologismo raro que me acusabas de inventar, ni con tu extraña manera de nombrar las cosas) buscando la libertad de la rareza infinita escondida por la vida: yo más que tú, tú más que yo, es cierto. Y fueron tus pasos por ese balcón que ahora extrañamos que nos hizo dar cuenta de los cortes pensativos que nuestros cerebros añoraban llegar hacía ya un tiempo. Un camino corto, sino largo también.

Verte ahí viendo a los que ven y no viendo nada era un golpe siniestro a mis quejantes sombras extirpadoras de saber. Creer que estás haciendo algo ahí tocando esa baranda que parecía caerse podría haber sido la imagen más sonora del corazón mío.

Mirarnos una… dos… tres… diecisiete veces en nuestro recorrido por ese pasadizo angosto donde los otros penosos aullaban dolor. Parecía que el destino había decretado que nos viéramos, y nosotros, tontos e ingenuos, habíamos decidido hilar por el aire que nos empujaba hacía el otro. Aunque, existía algo cierto en tus ojos –y creo que tú también lo viste en los míos-: andabamos muertos; no solo de amor, sino además de perspectiva, carencia y fuerza: de lo que tú llamas «saladez», por insistencia con esa voz tan fina y rara que te hacía única al resto, extraña, eso… eso admiraba de ti siempre.

Porque contigo, Bianquita, sentía que el mundo giraba en sentido horario y que la vida –esa que yo difamaba tanto por la falta de actitud y complacencia en su fuego- se había vuelto como en una luz blanca media amarillenta y que a veces parecía un poco verde por ti. Sentía, Bianquita, y esto solo lo diré hoy, que habías cambiado a mi cara, mis orejas, mi nariz, mi pelo agrio, mi pobre silueta y, sobre todo, mis ojos muertos. Porque con tu mirada sentía que no había mucho en el cielo, solo tu existías. Parecías la luna: tan suave, tan tranquila; parecía, finalmente, que a nadie más quería.

Y hoy, viernes, este día que masacra tanto la emocionalidad sola y sombría, siento quererte: de ese sentir casi intrínseco que quisiera recuerdes por nuestro libro secreto de sentimientos profundos y arraigados.



#12993 en Novela romántica

En el texto hay: destino, desamor, antinovela

Editado: 31.07.2022

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.