III

Yo sentía que ella podía llamarme. Realmente lo sentía. Creía ingenuamente que su corazón se había acercado un poquillo al mío, que ella me había buscado hace ya un tiempo y que esas miradas tan lúgubres que nos dábamos significaban algo… algo había que significar. Pero aquél concepto, generado por la ingratitud mía, había errado como agua al aceite hirviendo.

Tal vez sí. Me creo capaz de buscar una razón entre esta nube de confusiones para entender que tal vez ella si me quiso de esa forma en algún tiempo en algún lugar en alguna medida.

Cuál idealista mi mente llora ahora incomprendida por no tener ni una pizca de consuelo entre este desorden de ideas que en mí has generado, Bianca. Se ha recetado a ella misma: compasión, tiempo y resentimiento. Y… ¿qué más se supone que se debe hacer cuando uno no es amado? La mustia siempre gana al ser y yo he perdido desde que te conocí.

 Desde esa primera cruzada de ojos y ese sentir de saludarla (y viceversa), sabía que la flor del olvido no me olvidaría y que los pétalos que sobresalían de esa suave mejilla suya tapada por esa mascarilla blanca sería el detonante del amor de loto del cuál mi cuerpo ya caía sentimientos efusos y no queridos.

Pero a ti aún te quiero. Y, aunque por mucho tiempo quisiera no quererte, no puedo. Quisiera hablar a la noche y decirle en su oscuridad que la mía es peor que la suya. Enfrentar a Dios y decirle que su perfección no es nada comparado con la tuya. Hablarle a la mañana y decirle que me cansa. Hablarle al autobús y quejarme diciendo: «Amigo mío, me han roto el corazón». , no mucho puedo hacer ahora que la necedad se ha impregnado en mi aire. Quisiera que me quisieras y que me lo digieras bajo la luna: sí, esa que se parece a tu tranquilidad y, extrañamente, tu comportamiento.

Aún te quiero, Bianca… no paro de repetirlo.