«También te quiero. –me dijiste con una clase de exasperada mueca invisible en el rostro– ¿Entiendes?»
Ambos entendíamos lo que las palabras significaban en cuanto son percibidas por el aire. Cuando llegan al oído y son finalmente escuchadas, el cerebro siente como la muñeca tomada de un niño, el corazón. Y las interpretaciones venideras junto con eso que creemos nimios dan el resultado –esa generatriz estúpida en la que conjeturábamos– de las calles, el silencio tibio y la brusquedad.
«Yo también lo hago. Mucho más de lo que imaginas, supongo.»
La ferocidad con la que se dicen las cosas y la temperatura en la fuerza del cuanto son descritas por nuestros cuerpos y son desmañadas por la realidad metafísica es la verdad. Y ambos éramos grandes conocedores que esos «te quiero» eran aún muy transparentes a nosotros.