INTRODUCCIÓN
La sociedad contemporánea se construye sobre pilares que, a simple vista, parecen inamovibles. La cárcel, la ley, la fuerza pública, el castigo institucionalizado. Nos enseñaron que estos elementos son inherentes al orden, que sin ellos reinaría el caos. Nos inculcaron que la violencia del Estado es un mal necesario, que la reja redime, que el encierro corrige. Pero, ¿qué ocurre cuando desmontamos estas verdades impuestas? ¿Qué encontramos detrás del discurso hegemónico que justifica el castigo como única herramienta de justicia?
Las sociedades han sido moldeadas por una historia de opresión, donde las estructuras de poder han sabido perpetuar sus privilegios a través de mecanismos de represión sistemática. La cárcel es una de las instituciones más antiguas y legitimadas de esta maquinaria. No solo encierra cuerpos, sino que también clausura posibilidades, refuerza desigualdades y castiga la disidencia. Nos dijeron que la prisión protege, que el castigo educa, que la legalidad es sinónimo de justicia. Sin embargo, la realidad demuestra lo contrario: las prisiones están abarrotadas de los pobres, de los excluidos, de aquellos a quienes el sistema les negó todo desde su nacimiento. En cambio, los verdaderos artífices de la miseria social—banqueros, políticos corruptos, empresarios explotadores—raramente pisan una celda.
La ley, que supuestamente debería ser un instrumento de equidad, se ha convertido en un arma al servicio del poder. Las legislaciones no surgen en el vacío; responden a intereses de clase, perpetúan relaciones de dominación y garantizan que el aparato represivo del Estado se mantenga en pie. Mientras el poder judicial persigue a los marginales, los poderosos disfrutan de impunidad. Y lo más perverso de este entramado es que la cultura del miedo se convierte en el pegamento que mantiene cohesionada esta estructura. Nos han enseñado a temer al otro, a creer que el castigo es la única forma de resolver conflictos, a asumir que la justicia es sinónimo de venganza institucionalizada.
Pero, ¿es inevitable esta realidad? ¿Es el castigo la única forma de lidiar con la transgresión? ¿Es la violencia estatal un destino ineludible? La abolición no es una fantasía utópica; es un imperativo histórico. No se trata solo de erradicar la cárcel como institución, sino de cuestionar la lógica misma del castigo, de repensar nuestras formas de convivencia, de imaginar sociedades donde la justicia no sea sinónimo de sufrimiento impuesto.
Este ensayo es un recorrido a través de los mecanismos de represión que han estructurado la sociedad moderna. No nos limitamos a describir el problema, sino que nos sumergimos en sus raíces, desafiamos las normas impuestas y, sobre todo, planteamos alternativas. Si la represión es una construcción histórica, también lo es la posibilidad de su desmantelamiento. Este texto no pretende ser un tratado académico frío y neutral; es, ante todo, un arma en la batalla contra la cultura represiva de las élites, un llamado a la acción, una grieta en los muros del encierro que nos han impuesto.
No es posible juzgar un edificio sin demolerlo. Y este ensayo es un golpe directo a los cimientos del castigo institucionalizado.
Desde tiempos inmemoriales, el castigo ha sido una herramienta de dominación. En las sociedades premodernas, antes de que existieran códigos escritos y tribunales, la venganza era la forma primitiva de justicia. Se castigaba por impulso, por necesidad de equilibrio, por la idea de que el daño debía ser retribuido con otro daño. Pero la venganza no solo era personal, sino también comunitaria. Un acto violento podía provocar una espiral interminable de represalias, una guerra entre clanes, entre familias, entre tribus. Fue en ese contexto que surgió la necesidad de regular el castigo, de darle un marco, de convertirlo en algo administrado por una autoridad superior.
Con el nacimiento del Estado, la venganza se institucionalizó, se codificó en leyes, se revistió de legitimidad y dejó de ser un asunto privado para convertirse en una cuestión pública. Quien castigaba ya no era la víctima ni su familia, sino el soberano, el gobernante, el juez. Así, el castigo se volvió un espectáculo, una demostración de poder, una advertencia para los demás. Las ejecuciones en la plaza pública, la tortura en las mazmorras, los azotes frente a la multitud no solo pretendían corregir al infractor, sino sobre todo infundir miedo en los espectadores. Se trataba de disciplinar no solo al castigado, sino a toda la sociedad.
La cárcel, como la conocemos hoy, no nació con la intención de rehabilitar a nadie. No fue pensada como un espacio de reflexión ni de redención, sino como un mecanismo de control. Surgió en un mundo donde el castigo era sinónimo de venganza, donde encerrar a alguien equivalía a borrarlo de la sociedad. No se diseñó para resolver conflictos, sino para eliminarlos de la vista de los poderosos.
Las primeras cárceles no estaban pobladas de criminales peligrosos, sino de disidentes políticos, de herejes, de mendigos, de campesinos que no podían pagar sus deudas, de prostitutas, de esclavos rebeldes, de cualquiera que representara un estorbo para el orden establecido. Eran espacios de exclusión, depósitos humanos donde se confinaba a quienes no encajaban en la estructura social. La historia de la prisión es la historia de la marginación, la historia de cómo los poderosos encontraron una forma de deshacerse de quienes les resultaban incómodos sin necesidad de matarlos.
Con el tiempo, la cárcel se sofisticó. Dejó de ser solo una celda oscura y se convirtió en un sistema con reglas, horarios, disciplinas. Se impuso la vigilancia, el trabajo forzado, la clasificación de los reclusos según su supuesto grado de peligrosidad. Se comenzó a hablar de corrección, de moralización, de reinserción. Pero la esencia siguió siendo la misma: la prisión no estaba allí para ayudar, sino para neutralizar.