5:36 AM
Sería lindo tener una vida como la de la gente normal. Suelo pensar en eso muy seguido. ¿Qué es lo que tienen los demás que yo no? Los sonidos en mi cabeza se acumulan demasiado; mi mente está agotada de tener que procesar cada detalle, cada anomalía. Me siento tensa, como una cuerda de violín a punto de romperse.
Por fin es jueves. Han pasado tres días desde aquel sueño en el laberinto. No he salido desde entonces y me he dado cuenta de que mi habitación, este lugar que debería ser mi refugio, es demasiado oscuro y asfixiante.
Volví a pestañear y, de repente, la percepción del tiempo se quebró.
—Espera... ¿Tres días? —murmuré, desorientada—. ¿En qué momento? Si apenas cerré los ojos hace dos minutos.
Pestañeé fuertemente, tratando de resetear mi cerebro.
—¡Mamá!
—¡Siempre te la pasas gritando! —respondió ella, entrando con prisas—. Hoy tengo que salir temprano a la panadería. Estoy pensando en poner un restaurante en Francia.
—Madre, pero no sabes hablar francés. ¿Cómo harás eso?
—¿Acaso crees que no soy capaz? Levántate y ve a la escuela. Ya pasaron más de diez minutos de puro desperdicio.
—Eso es mentira. Solo acaban de pasar como cinco minutos. Mira —le mostré la pantalla de mi celular—. Son las 5:46.
—Bueno, ya me voy. Te levantas, te bañas y te vas, que hueles muy mal.
Mi madre salió de mi habitación dejándome con la palabra en la boca. Me quedé estupefacta. Cuando desperté eran las 5:36. Ahora, un par de frases después, eran las 5:46. Es tan extraño... ¿Qué sucede con el tiempo?
—Veamos si pasan diez minutos de nuevo...
Miré la pantalla.
—Son las 6:02. ¡Ay!
Me comencé a preparar frenéticamente para ir al colegio, pero el tiempo seguía y seguía acelerándose. Entre más pensaba en él, más rápido se escurría. Veía cómo los números en el reloj digital cambiaban como si los minutos fueran segundos. Cuando casi estaba lista, miré la hora de nuevo y el tiempo se congeló de golpe: 6:18.
Cerré los ojos y volví a mirar. El reloj seguía marcando las 6:18.
¿Por qué ya no se movía?
Tomé mi mochila y salí disparada de mi casa antes de que el tiempo decidiera correr de nuevo y se me hiciera tarde.
Corrí lo más rápido que pude, ignorando los cambios de luz en los semáforos. La gente se movía a un ritmo normal, pero había algo perturbador: mientras yo sentía que mis pulmones ardían por el esfuerzo de correr, veía mi sombra caminando tranquilamente sobre el asfalto, como si no tuviera prisa alguna por llegar a donde me dirigía.
Mis ojos pesaban, el cansancio era una losa. ¿Estaba nuevamente en un sueño o esta era la cruda realidad? Justo antes de que mis párpados se rindieran, el tiempo volvió a fluir.
—¡Señorita, tenga cuidado! ¡Casi la atropellan!
Un bocinazo me devolvió a la tierra.
—Sí... tendré más cuidado —murmuré, aturdida.
Cuando terminé de cruzar la avenida, apenas recuperé la consciencia plena. Mis manos estaban pálidas, frías como el mármol. Continué mi camino arrastrando los pies hasta llegar a la escuela.
—¿Por qué siempre faltas? —me increpó una compañera al verme entrar—. Te prestaré mi libreta para que puedas copiar las actividades.
—Pues... fue por algo muy difícil de explicar.
—Bueno, ¿cómo estuviste en tu encierro? Déjame adivinar —Lu hizo una pausa dramática—. Mal. Jaja.
—¿Qué ocurre contigo?
—Mmm, ¿por qué?
—¿Por qué te ríes de mí, Lu?
—Adiós.
Se dio la vuelta y se fue.
—Heidy, te extrañé mucho —dijo Sia, apareciendo a mi lado—. No sabes la falta que me hiciste. Lu está socializando con nuevas personas y se ha vuelto muy grosera.
—Lo noté.
—Tengo algo que decirte... —susurró Sia, con tono confidencial.
—Yo igual. Es algo extraño de contar, pero tú primero.
—Soñé que estaba contigo cerca de una plaza y después corríamos sin parar en un lugar oscuro. Enfermé después de eso; no podía soportar el dolor de estómago.
Me quedé helada.
—¿Cómo? Tuve un sueño similar, pero eso fue ayer... Bueno, eso es lo que creo.
Antes de que pudiéramos atar cabos, varios profesores entraron al aula. Me llamaron a mí y a otra compañera.
—Heidy, Paula, pueden pasar al frente, por favor.
—Sí, profesor —asentí, confundida—. ¿Es sobre las faltas?
—Sí, y para darte un castigo por algo que hiciste junto a Paula. —Tomó un documento del escritorio y lo abrió con brusquedad—. Ustedes dos escaparon del colegio el día de ayer y, aparte de eso, consumieron alcohol por la mañana.
—¿Qué? ¡Es un error, profesor! —exclamé, con los ojos abiertos de par en par—. Esos documentos están mal.
—No es todo, Heidy. También me enteré de que copiaste en el examen de matemáticas. Y no solo eso: todas tus respuestas estaban mal. Copiaste descaradamente.
—No, esto es un error grave. Yo no he hecho nada de lo que usted dice. ¡Créame!
—Aquí tenemos las pruebas —dijo, lanzando sobre la mesa una fotografía borrosa donde supuestamente yo aparecía bebiendo y copiando—. Sobre lo de escaparse, me lo confirmó Paula.
—¡En serio, yo no lo hice!
—¿Por qué sigues mintiendo?
—Ella no miente, profesor... —dijo una voz dulce, etérea, parecida a la de la chica que había oído la otra vez en el laberinto.
—¿Quién dijo eso? —preguntó el profesor, mirando a los lados.
Nadie respondió.
—Profesor, por favor, créame, eso es falso. Yo estuve en mi casa todo este tiempo. Y más durante el tiempo que menciona.
—Deja de mentir.
—Pregúntele a mi madre.
—Nos retiramos, jóvenes. Acompáñame, Heidy. Y tú igual, Paula.
Caminé siguiendo al profesor por los pasillos. Él iba hablando con otros colegas mientras avanzaba. Paula, caminando a mi lado, me dio un golpe fuerte en el hombro.
—Oye, ¿qué te pasa? —me quejé.