El griterío de los niños en la calle es un taladro para mis oídos. El ruido se filtra hasta las aulas, invadiendo mi escasa paz. Veo pasar a la chica del autobús por el pasillo; Ker camina a su lado, dedicándole una sonrisa que jamás me ha dado a mí. Inevitablemente, empiezo a cuestionarme qué hice mal esta mañana. Nany se fue incómoda, y yo ignoré olímpicamente los saludos de las caras nuevas. Eso molestó al grupito de ayer, pero al menos mantienen su distancia.
Desde la ventana, observo la cancha. Las rosas y los tulipanes se mecen con el viento, como si jugaran entre ellos. Eso me arranca una sonrisa fugaz que borro de inmediato. Miro a mi alrededor para asegurarme de que nadie lo haya notado; por suerte, todos están absortos en sus celulares, en chismes vacíos o retocándose un maquillaje que se quitarán en minutos.
Es irónico. Se llaman "amigas", pero se critican el peso y la apariencia en cuanto la otra da la vuelta. La sinceridad es una cosa; la crueldad disfrazada de consejo es otra.
Vuelvo la vista al exterior y ahí está Nany. Brinca de alegría, sola, celebrando alguna compra invisible. Saluda a uno de los jugadores de fútbol con una energía desbordante y luego desaparece entre los árboles. Sé que le duele la pierna —la vi cojear antes—, pero actúa como si fuera inmune al dolor. Pienso en lo tierna que intenta parecer... o en lo tierna que quizás realmente sea.
Tal vez nadie más lo nota, pero veo cómo se exige demasiado. Hace un momento, en los pasillos, la vi jalándose el cabello al descubrir que estaba en el puesto 20 de la tabla de calificaciones. Su prima, la chica del autobús, la supera por 14 puestos. Esa debe ser su tortura personal.
Sé que finge. Reconozco esa actuación porque es el mismo disfraz que yo intenté usar alguna vez. Si sigue sonriendo así, se desgastará hasta romperse. No necesita ser falsa para sobrevivir, pero la presión de vivir con quien la atormenta debe ser asfixiante.
—Snow, ¿cómo has estado?
La voz masculina interrumpe mi análisis. Es el chico que estaba con los profesores. Me sonríe con una confianza que me irrita.
—¿Eh?
—Estaremos en la sala de deportes en una hora. Los que no tengan ropa deportiva deben ir a dirección por un uniforme prestado. —Su sonrisa no vacila—. Nos vemos allá.
El silencio cae en el aula. Todos me miran. No siento miedo, sino vergüenza ajena por sus expresiones de sorpresa.
—Está guapo, Snow. Eso quiere decir que no es para ti. No te ilusiones —suelta una chica desde el fondo.
—Primero hablando con Deik y ahora con él —añade otra, una tal Din—. Falta que hables con mi novio. Aunque no eres lo suficientemente hermosa para quitármelo, si es lo que pretendes.
—No quiero un juguete usado —respondo sin mirarla, con la voz monocorde—. Si te sientes tan poca cosa como para usar eso de advertencia, déjame decirte que te ves ridícula.
El aire se tensa. Din se pone roja de ira.
—¿Quién te crees que eres? Que te quede claro: soy mejor que tú y te gano en todo. —Gira hacia un chico—. Deik, qué bueno que llegaste. Agárrala por mí.
—¿Jugarás con ella como la otra vez? —pregunta Deik con una risita cruel.
—Por supuesto.
La entrada de la profesora Kristel corta la tensión.
—Aviso rápido: todos a la sala de deportes. Voleibol en equipos mixtos. ¡Muévanse!
El caos estalla. Gritos, empujones y súplicas para formar equipos. Yo me quedo sentada. Detesto esta dinámica de rebaño. Dicen que el trabajo en equipo es vital, pero la realidad es que siempre hay uno que carga con todo mientras el resto adorna el lugar. Prefiero estar sola. Yo soy mi propio equipo.
Un chico con voz chillona se acerca a mi mesa.
—¿Quieres ser parte de nuestro equipo? Serás la única chica.
—¿Y qué importa si soy la única chica? ¿Por qué remarcarlo?
—Es para que estés segura —dice, extendiéndome una hoja.
—Da igual. Dame eso. No jugaré de todos modos.
Garabateo mi nombre. Él me mira extrañado.
—¿Solo tu nombre? ¿El profesor sabrá quién eres?
—No hagas preguntas estúpidas. Solo vete.
Me levanto y voy al baño antes de que suene la campana. Odio la sala de deportes; huele a caucho quemado y hormonas adolescentes. Al bajar las escaleras, tropiezo. El suelo parece desaparecer bajo mis pies, pero una mano me sostiene.
—Ten cuidado.
Es la chica del autobús. Me sonríe, me suelta y sigue bajando con sus amigas, riendo. No le agradezco. Si piensa que soy grosera, bien. Si piensa que soy rara, mejor.
Al entrar al gimnasio, mis ojos localizan a Nany y Ker. Están juntos, y parece que tienen su propia iluminación, como dioses del Olimpo en medio de mortales sudorosos. Nany me ve y me saluda. Ker, en cambio, se aleja con la chica del autobús. Necesito saber su nombre; detesto llamarla "la chica del autobús".
—Hola, ¿cómo estás? —Nany aparece a mi lado.
—Bien, ¿no ves? —Me agacho para atarme las agujetas con fuerza excesiva—. Nos vimos esta mañana. ¿Te sucedió algo?
—Conseguí algo que te gustará.
—¿Qué es? ¿Dinero? ¿Mi apellido perdido?
—Qué humor... —Me tiende un papel verde doblado—. Te conseguí el horario de Ker.
Lo abro. Mi memoria fotográfica escanea la hoja en un segundo: clases de 7 a 12, actividades de 5 a 11. Y ahí, en un hueco extraño, una palabra: "Negro".
Afuera, el sol desaparece y comienza a llover de la nada. El clima parece reflejar mi confusión.
—Tíralo a la basura —le digo, devolviéndole el papel.
—Pensé que te gustaba Ker. Yo me emocionaría si tuviera el horario de Alexandre, el futbolista.
—Ya sabes su horario y no te das cuenta. No te obsesiones con un hombre. No vale la pena.
—Eres muy grosera. Trátame lindo, soy tu amiga.
—No soy tu amiga.
—¡Din! —grita Nany de repente, saludando a su torturadora—. ¡Te presento a mi amiga!
Din se acerca con su séquito, mirándome como si fuera basura pegada a su zapato.