Un inconfundible olor a palomitas de maíz inundaba la habitación, dulce y mantecoso, contrastando violentamente con el frío que sentía. Una luz, extrañamente azulada, se enfocaba directo en mis ojos, cegándome. Sentí una respiración cerca, demasiado cerca; un aliento gélido a escasos centímetros de mi rostro.
—Despierta, niña —susurró una voz carrasposa.
Unos dedos huesudos me apretaron la nariz, obligándome a abrir la boca y los ojos de golpe.
Di un brinco, encogiéndome en la cama hasta hacerme un ovillo minúsculo. Una anciana, cuyo rostro pálido y surcado de profundas ojeras delataba mucho más de sesenta años, me observaba con avidez.
—Sé que este es tu sueño, niña —dijo, y luego gritó hacia la oscuridad—: ¡Sara, amárrala! ¡Jyio, sostenla!
De las sombras emergieron dos figuras. Sara, una mujer de proporciones diminutas y mirada afilada; y Jyio, una mujer enorme, de músculos tensos y una sonrisa brillante y grotesca cruzándole el rostro. Se acercaron a mí.
El ambiente se tornó irrespirable. Apenas lograba distinguir los detalles de la habitación: paredes rotas, oscuridad casi absoluta y una atmósfera de decadencia. Lo único que brillaba eran los rostros de aquellas personas, deformados por muecas de pura travesura maliciosa. El pánico me impidió pensar en nada más que en mi ubicación.
—No se me acerquen más —ordené, aunque mi voz se quebró en la última sílaba.
Ellas solo soltaron una risita leve, ignorándome. Las velas que iluminaban precariamente el lugar se fueron apagando una a una conforme avanzaban hacia mí. La anciana se desvaneció en la penumbra del fondo. La oscuridad comenzó a sofocarme; cuando las mujeres llegaron al pie de mi cama, ya no veía nada. Solo quedaba un tenue haz de luz entrando por la ventana, pequeño como una moneda, donde una sombra fugaz me provocó un escalofrío.
Arriba, en el piso superior, se escuchaban pasos pesados y voces en un idioma indescifrable. Las náuseas provocadas por el hedor rancio de la habitación estaban matando mis sentidos poco a poco. Sentí una mano fría tocar mi cuerpo. Forcejeé, intentando quitármela de encima, pero mis intentos fueron inútiles. La mano volvió a sostenerme con fuerza. Su respiración golpeó mi cara. Olía a cerezas.
Cerezas...
Todo se volvió un nido de pensamientos confusos. De pronto, me sentí sola de nuevo. Como si hubiera caído en un abismo. Las voces, las manos, todo desapareció. Una risita veloz pasó rozando mis oídos, jugando conmigo.
—Iris... Iris... —me llamaba una voz repetidas veces.
El miedo debía estar ahí, pero mis sentidos estaban entumecidos. Traté de patalear, de zafarme de ataduras invisibles, pero lo único que conseguí fue lastimarme los pies, escuchando el crujido de mis propias articulaciones y sintiendo el dolor atravesarme como un rayo.
[...]
La tensión era de una magnitud insoportable. Mis pensamientos se replegaban sobre sí mismos, perdiendo el sentido de la realidad. Quería ser severa con mi cuerpo, obligarlo a reaccionar, pero mis cinco sentidos pedían tregua. Necesitaba llorar, dejar de forcejear, dejar de herirme.
La desesperación me llenó la boca con un sabor metálico. Sentí unas gotas deslizarse por mis mejillas; no lloraba por tristeza, sino por puro agotamiento. Era como navegar en contra de la corriente de mi propia mente.
Hacía un calor asfixiante. Al alzar la vista, vi dos rostros familiares. Las mismas dos personas que hace un momento reían burlonamente. Pero ahora... ladeé la cabeza, tratando de asimilar la imagen.
Estaban colgadas.
Gotas de sangre caían rítmicamente. Sus cuellos estaban cortados, los ojos abiertos de par en par, mirando al vacío, observando un mundo que los vivos no pueden ver. Sus extremidades estaban atadas con lazos gruesos, cuerdas de mudanza diseñadas para que nada se caiga. En una de ellas, la sonrisa burlona había desaparecido; sus ojos ahora reflejaban un terror primario, el horror de haber visto algo espantoso antes de morir. A la otra le faltaban los dientes inferiores y sus labios estaban partidos a la mitad.
El miedo, puro y líquido, me inundó.
Dejé de forcejear. Prefería quedarme así antes que moverme. Entonces, escuché un sonido proveniente del exterior.
—Traten de encontrarlo. Ahora. ¡Rápido! —ordenó una voz desesperada.
Con la garganta ronca, intenté pronunciar las palabras que creía vitales. No quería pedir ayuda de esa forma, pero no había opción.
—¡AYUDA! ¡Hay dos muertos! —fue lo único que logré gritar antes de que una extraña sensación de éxtasis recorriera mi cuerpo y me arrastrara de nuevo a la inconsciencia.
La víspera de grandes calamidades había llegado.
La esperanza de que alguien entrara y pensara que Snow era la culpable se disipó cuando la misma Snow, en medio de su delirio, gritó con una voz que no parecía la suya:
—¡Estoy harta! ¡Ya basta! ¡Basta de tantas mentiras! —sus rodillas golpearon el suelo—. Yo he hecho todo esto, eso me ordenó... no sé cómo es que le creen.
Aquella voz irritada la despertó de su propio sueño profundo. Snow abrió los ojos y se encontró con la realidad de su tortura: se había tallado los ojos inconscientemente hasta dejarlos rojos e irritados. El dolor era real.
La puerta se abrió de golpe. El zumbido de un insecto fue el único testigo. Un suspiro.
—Snow... Snow —dijo Ker, apareciendo de la nada—. El olor aquí es terrible. ¿Por qué las luces no están encendidas?
—Ker —traté de advertirle, con la voz pastosa—, si prendes la luz verás algo difícil de olvidar. Solo desátame.
—Lo haré, pero es que no veo nada. Espérame, buscaré ayuda... —Hizo ademán de irse, pero lo detuve—. ¿Pero por qué?
Levantó la mirada hacia donde yo le indicaba con un gesto desesperado. Al ver lo que colgaba del techo, cayó al suelo espantado. Gotas de sudor frío brotaron instantáneamente en su frente. El terror se apoderó de su rostro. Le ordené que se levantara; tenía que ayudarme a escapar de aquel lugar antes de que nos culparan.