Cuatro paredes me rodean. El silencio y mi propia angustia se mezclan en un cóctel indescifrable; sé que esta es mi cocina, pero no entiendo qué hago aquí. La luz entra por la ventana, hiriente. No sé qué hacer, así que me limito a abrir y cerrar los ojos. Voces, sonidos, el siseo de la llama en la estufa. Y ahí sigue esa habitación, expuesta ante mis ojos.
Una puerta de mármol, cerrada casi en mis narices. Más de quince años desde mi existencia, y quién sabe cuántos más desde los antiguos residentes, y nadie supo jamás abrirla para ver con lujo de detalles qué se pudría o florecía en su interior.
Tras regresar a casa al terminar las vacaciones, me atrincheré en mi habitación durante días. Perdí la cuenta del tiempo; se sintió como una eternidad sin fin. Compré una lámpara de escritorio para seguir estudiando, intentando reponer mis actividades escolares, aferrándome a la normalidad. Pero cuanto más pienso en los sucesos recientes, menos comprendo. Mi estabilidad emocional pende de un hilo. Antes, mirar por la ventana me reconfortaba; ahora, comer cerezas y sentirme atada a esta casa es una pesadilla difícil de narrar.
He dejado las luces encendidas todas las noches. Tengo un miedo nuevo, visceral, a la oscuridad. Siento que mi vida es cada vez más irreal, como si estuviera guionizada por alguien más.
Cuando abrí el libro, encontré un vacío aterrador. Portada, índice... y luego nada. Hojas en blanco, algunas negras, otras de un azul profundo y nocturno. Mi pequeña esfera ya no responde. Por más que intento el truco de dibujar una cereza para invocarla, no funciona.
Las goteras de la casa han dejado de sonar. Las siluetas han desaparecido.
—¿Hay alguien ahí?
Doy un brinco. La voz viene de fuera, cerca de la ventana. Camino hacia la entrada y miro por la mirilla de la puerta recién remodelada.
—¿Sucede algo? —pregunto, abriendo apenas una rendija.
Analizo su vestimenta: jeans negros, una chamarra deportiva y una cinta extraña colgando de su mano. Su sentido de la moda es atroz. Ella se acomoda el cabello, buscando mi mirada, mientras yo busco aire para no asfixiarme ante su presencia. Tiene una sonrisa demasiado amplia, de oreja a oreja, que no llega a sus ojos.
—Me llamo Luz. Soy de Brasil, aunque apenas me mudé por aquí... bueno, me quiero mudar. —Se ajusta el pantalón nerviosamente—. ¿Sabe si aquí rentan alguna habitación? Me dijeron que podría haber una disponible.os
—Estuvieron equivocados. Adiós.
Intento cerrar, pero ella interpone una mano con una fuerza sorprendente.
—Lo siento, pero por favor, déjeme quedarme una noche. —Saca algo de su bolsillo—. Esta es mi identificación, para que vea que no soy una extraña cualquiera.
—Es una extraña cualquiera —respondo, mirando por encima de su hombro.
Trae una bolsa enorme, dos maletas y una mochila pequeña a la espalda.
—Solo una noche —suplica—. Le pago 300 euros si es necesario.
—Señorita, esto no es un hotel —le devuelvo su identificación—. Si quiere uno, tome un taxi fuera del vecindario. No moleste más.
Empujo la puerta de nuevo, pero esta vez ella mete su mochila para bloquear el cierre.
—Le pido una oportunidad. Solo una.
Al no obtener respuesta, se arrodilla ante mí, suplicando y subiendo la oferta. El clima se está enfriando rápidamente y el atardecer caerá en menos de quince minutos. Algo en mi interior, quizás el cansancio, cede.
—No pienso ayudarla gratis. Necesito ayuda con algo. ¿Está dispuesta?
—Sí, sí.
Entra rápido con sus cosas. Le pido que vaya a la cocina e intente abrir la habitación de la puerta de mármol. Ella accede. Mientras forcejea inútilmente con la cerradura imposible, yo subo las escaleras corriendo. Busco la esfera, el libro vacío y el otro libro que robé de la biblioteca, tratando de ocultarlo todo.
—Quería entretenerte —le digo al bajar, viéndola exhausta—. Esa puerta no tiene llave, no se abrirá. Quédate en la habitación de huéspedes, tiene una cama nueva. No la ensucies.
—Gracias. —La felicidad inunda su cara.
Llega la hora de la cena y ella, Luz, sale a comprar algo. Pasa media hora. Un recuerdo de mi madre me golpea y el miedo llega como una oleada. Corro hacia la puerta, con las manos sudorosas por el pánico, y salgo a la calle.
Casi caigo al tropezar con una piedra. Sigo corriendo sin rumbo hasta que veo una silueta. Acelero, pero choco contra ella y ambas terminamos en el suelo.
Es Nany.
—Justo a ti te estaba buscando —dice, regalándome una de sus sonrisas cálidas mientras me ayuda a levantarme.
—¿Qué haces aquí? —Logro articular a pesar del nudo en mi garganta.
—¿Debería preguntar lo mismo? Es muy tarde para que andes sola. Yo estoy con Ker y Alexandre.
—¿Qué?
Dos siluetas más se acercan cargando bolsas. Me escondo detrás de Nany, buscando con la mirada a la mujer brasileña, pero no está por ningún lado.
—¿Han visto a una mujer de cabello corto, cicatriz en la mejilla y un arete en la oreja derecha? —pregunto desesperada.
Nadie la ha visto. La duda se instala en el rostro de Nany.
—Íbamos a hacer una pijamada en casa de Ker, pero pensamos que sería mejor en la tuya. Vives sola, es más fácil. —Agacha la mirada.
—Es que... hay alguien en casa.
—¿Tu padre? —pregunta Nany, alarmada.
—No, una compañera. Solo se quedará una noche.
Trato de disuadirlos, pero Nany insiste. Entramos en casa. El lugar está impecable. Sonrío levemente pensando en la esfera. Cuelgan sus chaquetas y notan que las luces de la cocina siguen prendidas. Desde el interior se escucha un tarareo. Esa maldita canción. La melodía que precedía a los desastres, la misma que sonaba la noche que cumplí catorce años, cuando desperté bañada en sudor.
Luz sale de la cocina.
—Saliste igual a ella —dice la mujer, arreglándose el pelo—. Disculpa, no voy a interrumpir. Me subo.