El martes amaneció gris, pero Clara entró a la oficina con una bolsa de galletas bajo el brazo y una determinación sospechosa en los ojos: hoy no iba a dejar que nada la sacara de su plan de sobrevivir al día laboral con dignidad. Ni dramas de la app, ni suegras histéricas, ni Leo con sus comentarios de “yerno oficial”.
La misión era sencilla: llegar, encender la computadora, fingir productividad y evitar que el jefe la pillara mirando memes de gatos.
Lo que Clara no sabía era que la oficina había ganado un nuevo inquilino.
—¡Equipo! —anunció el subjefe, con esa energía que solo podía provenir del café triple que se había tomado—. Hoy se nos une Mateo, nuestro flamante nuevo analista.
Los compañeros aplaudieron con desgana, como siempre que alguien nuevo llegaba: un aplauso a medio gas, como diciendo “suerte sobreviviendo aquí”.
Clara levantó la vista lo justo para ser cordial. Vio a un tipo alto, con camisa demasiado bien planchada para ser humano normal, cabello oscuro peinado con precisión quirúrgica y una sonrisa tímida que parecía pedir permiso para existir.
Nada fuera de lo común. Volvió a su pantalla fingiendo leer un informe.
Lo que no vio fue que Mateo, en cuanto puso pie en la oficina, ya había localizado a Clara. Y desde entonces no quitaba los ojos de ella.
Clara, como buena empleada modelo, se levantó hacia la cafetera apenas diez minutos después de encender su ordenador.
—Buenos días, oro líquido —susurró al llenar la taza.
—¿Perdona? —la voz masculina detrás de ella la hizo sobresaltarse.
Era Mateo. Sonriente. Y con su propia taza en la mano.
—Ah, no… yo… hablaba con el café —aclaró Clara, torpe, como si eso fuera menos raro.
—Eso es normal —dijo él, con seriedad—. Yo le canto.
Clara lo miró confundida. Él lo dijo tan natural que no supo si era broma o confesión. Antes de preguntar, la cafetera decidió vengarse expulsando un chorro extra que salpicó la blusa de Clara.
—¡Genial! —bufó ella.
Mateo le tendió un pañuelo con reflejos de superhéroe.
—Primera regla de la oficina —comentó él—: nunca confíes en la cafetera, tiene vida propia.
Clara se rio, nerviosa. Luego huyó con su taza medio llena y la blusa medio arruinada.
A media mañana, Clara tuvo que imprimir un informe urgente. Lo malo: la impresora de la oficina tenía personalidad más tóxica que un ex.
—Por favor, una sola hoja… —imploró Clara, dándole golpecitos.
Mateo apareció a su lado.
—Déjame intentarlo.
Con un par de toques misteriosos, la impresora cobró vida… pero en lugar de sacar su hoja, vomitó veinte páginas de un manual en japonés.
—Oh, perfecto —ironizó Clara—. ¿Acabas de invocar un dragón o algo?
—Lo siento —rió Mateo—. Tal vez me respeta tanto como la cafetera.
Clara rodó los ojos. Pero sus compañeros, que observaban desde sus cubículos, empezaron a cuchichear.
—¿Viste cómo la mira? —dijo Marta, la reina del cotilleo.
—Está coladito, fijo —susurró Raúl, el del área de IT.
Clara, por supuesto, seguía convencida de que Mateo solo era amable… o un experto en desastres electrónicos.
Llegó la hora de la comida y todos se acomodaron en la pequeña sala de descanso. Clara sacó su ensalada (intento número 27 de ser “saludable”) mientras los demás pedían pizza.
Mateo, sentado frente a ella, abrió su tupper de pasta casera.
—Huele bien —comentó Clara, sin pensar.
—¿Quieres probar? —preguntó él, ofreciéndole un tenedor lleno.
Clara se puso roja. Nadie había compartido comida con ella desde… bueno, nunca.
Los compañeros se miraron como si estuvieran presenciando un capítulo de telenovela. Marta hasta sacó el móvil para grabar.
—¡No, gracias! —Clara se apresuró a decir, casi atragantándose con la lechuga.
Mateo sonrió y siguió comiendo tranquilo. Pero la tensión ya estaba sembrada: todos estaban convencidos de que había romance en el aire, mientras Clara solo pensaba en cómo la lechuga se le había pegado en un diente.
Por la tarde, el subjefe convocó una reunión improvisada. Clara llegó con sus notas desordenadas y el portátil al borde de la batería.
Mateo se sentó a su lado. Durante toda la exposición del jefe, cada vez que Clara torcía la boca, Mateo también lo hacía. Cada vez que ella se llevaba la mano al cabello, él parecía observar fascinado.
Cuando Clara, aburrida, dibujó un monito en su libreta, Mateo lo miró y susurró:
—Buen trazo. ¿Es una caricatura del subjefe?
Clara casi escupió de risa.
El jefe, al oírla, levantó la ceja.
—¿Algo que quieras compartir con todos, Clara?
—Nada, subjefe… solo… ideas visuales —improvisó.