Clara amaneció ese lunes con el mismo dilema existencial de siempre: ¿levantarse para ser una adulta responsable o fingir que su despertador había muerto en circunstancias trágicas? El pitido insistente del aparato le dio la respuesta. A regañadientes, se incorporó de la cama, con el pelo enredado como si hubiera luchado con un mapache en sueños.
Se sentó en la orilla, agarró el móvil y, en lugar de abrir el correo o las noticias, abrió lo único que últimamente la entretenía más que cualquier serie: la aplicación de citas.
Allí estaba todavía, brillando en su pantalla, el noveno perfil que había marcado como decente. Carlos, 35 años, separado, tres hijos, moto que funcionaba “a veces”. La biografía era tan peculiar que parecía un sketch escrito para un programa nocturno:
"Hola, soy Carlos, 35 años, separado, tengo tres hijos y busco mujer que entienda mis tiempos. No tengo coche, pero tengo moto. A veces funciona."
Clara no pudo evitar reír. No era un multimillonario, ni un galán de revista, pero había algo refrescante en la brutal sinceridad de aquel texto. Mientras otros presumían viajes imposibles o cuerpos esculpidos con Photoshop, Carlos admitía sus limitaciones como si estuviera avisando: “entra bajo tu propio riesgo”.
—Bueno, peor sería otro que me pida foto de los pies a los cinco minutos —murmuró, recordando experiencias pasadas.
Decidió darle match. Total, lo peor que podía pasar era que le contara historias de sus hijos o que la moto se quedara tirada en mitad de la primera cita. Al menos, sería anecdótico.
Con esa decisión tomada, se duchó, escogió un vestido sencillo —“arreglada pero no tanto”— y salió rumbo a la oficina. Mientras caminaba, ensayaba mentalmente qué le diría a la jefa. Seguro que le preguntaría si ya había elegido a uno de los “candidatos oficiales” que le había pasado, como si estuvieran en un catálogo de supermercado. Pero Clara estaba lista: diría que había encontrado a alguien decente por cuenta propia.
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La oficina bullía como de costumbre: teléfonos sonando, impresoras rugiendo, teclados martillando. Pero apenas Clara cruzó la puerta, el murmullo cambió de tono. No tardó en descubrir por qué.
Mateo estaba de pie junto a su escritorio, con un ramo de rosas rojas tan grande que parecía sacado de una película cursi. Llevaba la camisa perfectamente planchada y esa sonrisa nerviosa que no engañaba a nadie.
Cuando la vio llegar, se adelantó un paso y, sin titubear, le tendió las flores.
—Son para ti.
Clara se quedó congelada.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque me atraes, Clara. Desde hace tiempo… y no lo había hecho antes porque no estaba seguro. Estaba esperando el momento justo. Y bueno… supongo que es hoy.
Un silencio sepulcral se extendió por la oficina. Y luego, como era de esperar, estalló el circo:
—¡Ooooh! —gritó alguien desde contabilidad.
—¡Que viva el amor! —añadió otro, con un silbido.
—¡Ya tenemos tema para la pausa del café! —remató una tercera voz.
Clara quería desintegrarse. Aun así, aceptó el ramo, porque dejarlo en el aire habría sido todavía peor.
—Gracias, Mateo… es muy bonito.
El aplauso sarcástico de algunos compañeros fue la música de fondo perfecta para ese momento incómodo.
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Desde ese instante, la oficina se transformó en una secundaria disfrazada de empresa seria. Cada vez que Clara se movía, la seguían miradas cómplices, codazos y sonrisitas. En su bandeja de correo empezaron a llegar mensajes anónimos con memes:
Una foto de un ramo de rosas con la frase “Manual para conquistar a la redactora del año”.
Un GIF de una moto vieja echando humo, titulado: “Tu cita en camino”.
Incluso un montaje cutre de Clara en vestido de novia, agarrando un ramo gigantesco, con Mateo al lado y un cura de caricatura.
—Esto es un infierno —masculló entre dientes, acomodando las rosas en un jarrón improvisado con una botella de agua vacía.
Mateo, en cambio, parecía encantado con la atención. Caminaba por los pasillos con aire satisfecho, saludando como si hubiera ganado un trofeo.
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A media mañana, la jefa apareció como siempre: tacones resonando, carpeta en mano, mirada de halcón. Se detuvo justo frente al escritorio de Clara, inspeccionando las flores con gesto ambiguo.
—Qué bonito detalle —comentó con voz melosa, demasiado melosa. Luego arqueó una ceja—. Espero que esas rosas no te distraigan de lo realmente importante: el reportaje.
Clara carraspeó.
—No, claro… yo… ya tengo a alguien.
La jefa ladeó la cabeza.
—¿A alguien de mi lista?
Clara negó.
—No exactamente. Encontré a un tipo decente por la app. Se llama Carlos. Tiene 35 años.
El brillo en los ojos de la jefa era casi peligroso.
—¿Y qué más?
Clara dudó, pero decidió soltarlo todo.
—Separado. Tres hijos. Una moto… que a veces funciona.
Las carcajadas explotaron detrás de ella. Uno de los compañeros casi se atragantó con el café.
—¡Qué perfilazo, Clara! ¡Un verdadero príncipe azul en su corcel de dos ruedas!