Manual de citas para torpes

Capítulo 18- No es Celos es otra Cosa...

Leo no se consideraba un tipo celoso.
O al menos, eso se repetía cada vez que notaba ese incómodo retorcijón en el estómago cuando alguien mencionaba el nombre Mateo demasiado cerca de Clara.

Celoso, no.
Curioso… intensamente curioso, tal vez.

Después de todo, él solo quería asegurarse de que ella estuviera bien.
De que ningún idiota con sonrisa ensayada y ramo de supermercado la hiciera sentir menos de lo que valía.
Eso era amistad, ¿no? Cuidarla. Protegerla. Vigilar discretamente su felicidad desde una distancia emocionalmente responsable.

…Y revisar su perfil de citas de vez en cuando, pero solo para “evaluar riesgos potenciales”.

Nada más.

Esa noche, sin embargo, la “distancia emocional” se había reducido a cero.
Leo estaba en su sofá, en pantalones de chándal y camiseta arrugada, mirando la televisión sin verla.
El portátil estaba abierto frente a él, mostrando una hoja en blanco titulada:
“El impacto del lenguaje emocional en las relaciones laborales”.
Una ironía tan dolorosa que hasta el cursor parecía burlarse, parpadeando con un ritmo pasivo-agresivo.

—No estoy celoso —murmuró en voz alta—. Estoy… analizando comportamientos humanos. Desde un punto de vista antropológico.

Su gato, un ser redondo y sin criterio llamado Pistacho, lo observó con la típica indiferencia felina.

—No me mires así. Esto es serio, ¿sabes? —le dijo, señalándolo con una mano—. Si tu humana favorita empezara a salir con alguien, también te sentirías raro.

Pistacho bostezó, se dio la vuelta y le mostró la espalda.

Leo suspiró.
Hasta su gato lo juzgaba.

Abrió el chat con Clara. Últimos mensajes:
Clara: “Llegué bien. Gracias por preocuparte, drama queen 😅”
Leo: “Drama realista. Te habrían secuestrado si no fuera por mí.”
Clara: “Claro, porque todos los secuestradores atacan a mujeres con informes de trabajo y una bolsa de croissants.”

Había pasado una hora desde ese intercambio.
Y desde entonces, nada. Silencio.

Pero Leo no podía dejar de mirar la pantalla, como si los puntos suspensivos fueran a aparecer mágicamente.
Hasta que, sin pensarlo demasiado, escribió:

Leo: “¿Sobreviviste al ataque de flores románticas? ¿O te hipnotizó el perfume de tallo largo?”

Se arrepintió al instante.
Demasiado directo.
Demasiado celoso.
Así que añadió rápido otro mensaje:

Leo: “Digo… por el ramo. Seguro huele a abono químico de alta gama 😂”

Tres minutos después, el celular vibró.

Clara: “¿Sigues despierto?”

Leo: “No. Estoy sonámbulo digital.”

Clara: “Qué tonto 😴. Sí, Mateo me trajo a casa. Y no, no me hipnotizó. Solo fue un gesto bonito.”

Un gesto bonito.
Dos palabras que perforaron la serenidad que no tenía.

Leo se removió en el sofá.

Leo: “Ah. Claro. Bonito. Como cuando un vendedor de aspiradoras te ofrece una demostración gratuita.”

Clara: “JAJAJA qué comparación. ¿Estás celoso o solo siendo tú?”

Leo: “Estoy siendo antropológicamente precavido.”

Clara: “Eso no existe.”

Leo: “Acaba de existir.”

Leo dejó el móvil a un lado, convencido de que debía detenerse.
Pero entonces volvió a vibrar.

Clara: “Igual te cuento mañana. No quiero pensar en eso ahora. Buenas noches, comediante frustrado ❤️”

El corazón de Leo dio un pequeño brinco.
No era la primera vez que ella le ponía corazones, pero… esta vez dolía distinto.
Quizás porque el corazón ya no se sentía tan amistoso.

Se recostó en el sofá, mirando al techo.
Afuera, el reloj de la iglesia del barrio marcó la una de la madrugada.

¿Por qué me afecta tanto esto? pensó.
Ella siempre le contaba todo: las citas, los desastres, los hombres con síndrome de galán de supermercado.
Era parte de su dinámica, su rutina.
Pero ahora, cada vez que lo hacía, Leo sentía que perdía algo que ni siquiera sabía que tenía.

Lo peor era que, aunque quería dejar de pensar en Clara, su mente insistía en reproducir los momentos del fin de semana como si fueran una película que se negaba a acabar.

La risa de Clara.
Su cabeza cayendo dormida sobre su hombro.
El calor de su piel, tan real, tan… cercano.

No.
No podía estar enamorándose de su mejor amiga.
Eso era un cliché, un guion de comedia romántica barata.
Y él no era el protagonista de una serie de Netflix.

Era solo Leo.
El que hacía chistes para ocultar nervios.
El que siempre estaba ahí para arreglar los desastres de Clara, no para causarlos.

Pero entonces el celular volvió a vibrar.
Mensaje de mamá.

Mamá: “Hijo, ¿cómo estuvo tu fin de semana? Vi las historias de Clara en su red social, ¡qué chica tan encantadora! ¿Ya la invitaste a cenar?”

Leo se frotó los ojos.

—Perfecto, otra más —murmuró.

Leo: “Mamá, Clara y yo somos amigos. Solo amigos.”
Mamá: “Claro, y yo solo veo novelas por los comerciales.”
Leo: “Mamá.”
Mamá: “Ay, hijo, los ojos no mienten. Ni los emojis. Esa chica te mira con brillo.”

Leo soltó una carcajada nerviosa.

Leo: “Debe ser el reflejo del flash.”
Mamá: “Reflejo, mi abuela. Si no haces algo, otro lo hará. Y ese otro ya trajo flores.”

Touché.

Leo dejó el móvil sobre la mesa, exasperado.
Era oficial: su madre y su subconsciente estaban aliados.

Abrió la nevera buscando distraerse, pero lo único que encontró fue medio limón reseco y una lata de refresco sin gas.
Decidió servirse un vaso igual.

—Por Clara, por mi negación y por mi inminente caída emocional —brindó consigo mismo.

---

A la mañana siguiente, Leo despertó con el móvil vibrando entre las sábanas.
Mensaje de Clara, enviado a las ocho en punto.

Clara: “Sigo viva. Pero mi jefa quiere que elija otro candidato para la cita del lunes. Mándame fuerzas.”

Leo sonrió, medio dormido.

Leo: “Mis fuerzas siempre están contigo. Aunque suelen llegar tarde y con resaca.”




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