Manual de citas para torpes

Capítulo 21- Confidencial (hasta que se hizo viral)

Las palabras fluyeron sin que pudiera detenerlas: “A veces no sabes en qué momento alguien traspasa la línea de la amistad, ni cuándo tu risa se convierte en refugio, ni cuándo el sarcasmo es solo una coraza para no admitir el miedo de sentir.”

Clara detuvo los dedos sobre las teclas y se quedó mirando la pantalla; el corazón le latía más rápido de lo que admitiría. El teléfono vibró.

Leo:
“¿Sobrevives al ataque de correos de tu jefa o envío refuerzos?”

Clara:
“Sobrevivo, pero necesito algo que toque el alma.”

Leo:
“Fácil. Escribe sobre mí.”

Ella rió, una risa corta que en seguida se le fue apagando. Tal vez no era tan mala idea.

Clara:
“¿Y si lo hago?”

Leo:
“Entonces prométeme cambiar mi nombre. No quiero que tus lectoras me persigan con flores.”

Clara:
“Flores no. Piedras, tal vez.”

Leo:
“Mientras sean decorativas, acepto.”

Cerró el chat y regresó al teclado. Esta vez no escribió como periodista: escribió como alguien que empieza a entender que el caos tiene nombre, risa y dirección conocida. El cursor dejó de intimidarla y marcó el ritmo de algo que apenas se insinuaba: una historia que no era exactamente trabajo, sino confesión disfrazada.

Se acurrucó en el sofá con una manta sobre las piernas, un café tibio a un lado y el portátil en el regazo. Afuera, el cielo estaba de ese gris indeciso que parecía igualar su ánimo: cansado, tranquilo, confundido. En la esquina de la pantalla parpadeaba el archivo recién bautizado: “Los hombres que no sabían que eran inspiración”. Solo el título la hizo sonreír. Sonaba a broma privada y a confesión al mismo tiempo.

Tecleó con cuidado, como si cada palabra pudiera delatarla.

“Hay hombres que se vuelven personajes sin proponérselo. No por grandiosos, sino por auténticos: por reír en el momento equivocado, por intentar arreglar el mundo con un chiste o un café mal hecho. No lo saben, pero inspiran justo cuando uno deja de creer que algo puede hacerlo.”

Se obligó a respirar hondo y a mantener la compostura. “Es solo trabajo”, se repitió. Pero cada frase llevaba la sombra de una sonrisa conocida y la voz de él diciéndole, en broma, “Escribe sobre mí.”

El teléfono vibró otra vez. Leo: “¿Ya te hiciste famosa escribiendo sobre mí o todavía estás en el prólogo?”
Clara: “Estoy decidiendo si convertirte en héroe o villano.”
Leo: “Héroe, obvio. De esos que mueren al final para causar impacto.”
Clara: “Perfecto. Así evito soportarte en la secuela.”
Leo: “¿Ves? Química literaria. Deberíamos cobrar.”

Ella rió, pero una incomodidad tibia le picó la piel: detrás de las bromas había algo más que no terminaba de identificar. Aun así, volvió a escribir.

“Y luego están los hombres que creen que solo cuidan a una amiga, pero en realidad construyen un refugio sin saberlo. Esos que fingen no entender por qué se preocupan tanto, o por qué se les acelera el corazón cuando la ven sonreír a otro.”

Se quedó mirando esa frase un rato largo. Quiso borrarla y no pudo. Añadió, en voz baja:

“Supongo que todos tenemos un Leo en la vida: alguien que no sabe que es inspiración… o que prefiere no decirlo.”

El móvil sonó: llamada entrante — Leo. Contestó.

—¿Qué haces? —su tono fue despreocupado.
—Trabajando —respondió ella, esforzándose por sonar indiferente.
—Ajá, trabajando… o escribiendo sobre mí.
—¿Y si sí?
—Entonces exijo derechos de autor.
—No hay dinero, solo exposición emocional.
—Paso —rió él—. Aunque me intriga. ¿Qué estás escribiendo exactamente?

Clara se mordió el labio. —Una pieza fuerte. Sobre… hombres que no saben cuánto influyen en la vida de una mujer.

Hubo un silencio. Nada de bromas. Un vacío leve que pesó más que cualquier palabra.

—¿Leo? —preguntó ella.
—Estoy… procesando —dijo él, la voz más baja—. Suena personal.
—Un poco. Pero no te emociones, no todo gira en torno a ti.
—Ya. Aunque admito que me gustaría pensar que algo sí.

Colgaron entre risas, silencios cómodos y un fondo inasible de complicidad. Cuando terminó la llamada, Clara miró la pantalla. El documento seguía abierto; no sabía si había escrito un artículo o una declaración cifrada. Quizá ambas cosas.

Apoyó la cabeza en el respaldo y dejó flotar las palabras entre el olor del café y la voz de él. Por primera vez, escribir no le parecía un deber. Era un desahogo; un intento de ordenar lo que escapaba de su control. Y mientras el cursor parpadeaba, pensó sin escribirlo: Tal vez los hombres que no saben que son inspiración… también lo sospechan, pero prefieren no arruinarlo con la verdad.

El día pasó con la calma engañosa de esos que prometen descanso y terminan en desastre. Clara guardó el artículo en la carpeta de siempre —Proyectos → Candidatos → Historias en progreso— y lo nombró como si fuera una broma: “Informe Leo (borrador sin revisar).” No pensó en más: para ella era una nota privada, un catarsis que su jefa jamás vería.

El lunes, al entrar en la redacción con su termo y la cara habitual —ironía y sueño crónico incluidos— notó que algo estaba fuera de sitio. Miradas cómplices. Sonrisas contenidas. Lucía mordiéndose el labio, evitando cruzar su mirada. Y la jefa, de pie junto a la impresora, con una hoja en la mano y una ceja arqueada.

—Buenos días, Clara. —Buenos días… —respondió ella, con un nudo en la garganta. —¿Puedes pasar un momento a mi oficina?

El presagio la dejó fría. La jefa cerró la puerta tras ellas y dejó la hoja sobre el escritorio; era su artículo, pero no el borrador: tenía el sello del portal y una cabecera en portada.

—Esto es… precioso —dijo la jefa, con una sonrisa que mezclaba sorpresa y algo parecido a orgullo—. Honesto, vulnerable, humano. Las métricas están explotando.

Clara sintió cómo la sangre se le helaba en las manos. Todo se encendió en su cabeza: cada frase sobre Leo, cada insinuación, cada detalle íntimo. Leo era lector habitual del portal; peor aún, seguía la cuenta oficial.




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