El sonido de la lluvia contra el vidrio era tan persistente que Clara terminó por apagar la música. El suave tamborileo del agua tenía algo hipnótico, pero también le recordaba lo inmóvil que se sentía últimamente. Tenía que concentrarse. Su jefa había sido clara: el próximo artículo debía ser “potente”, algo que dejara huella, que hiciera pensar. Y ella, con la cabeza llena de mensajes, citas fallidas y emociones confusas, no se sentía precisamente como una mente brillante.
Apoyó el mentón en la mano, mirando el cursor titilar en la pantalla.
Título provisional: “El amor moderno y sus contratos invisibles.”
—Perfecto —murmuró con sarcasmo—. Tal vez Carlos debería patentar la idea.
Recordó su conversación con él, ese discurso de “busco una mujer con corazón de madre y tolerancia de hierro”, y soltó una carcajada amarga. El tipo había querido casarse solo para recuperar a sus hijos, como si una mujer fuese un documento legal con tacones.
Tomó un sorbo de café —frío ya— y escribió unas líneas:
“Nos hemos vuelto expertos en vender versiones mejoradas de nosotros mismos, esperando que alguien compre la ilusión antes de descubrir la verdad.”
Suspiró.
Quizás ahí estaba el corazón del tema: la mentira disfrazada de deseo.
El reloj marcaba las cinco. Afuera, el cielo parecía una sábana gris arrugada. Los autos pasaban levantando pequeñas olas en los charcos. Clara parpadeó, intentando sacudirse la pesadez del día. Desde hacía semanas dormía mal. Entre el trabajo, las expectativas y los pensamientos que se colaban cada noche —siempre los mismos, siempre con el mismo nombre—, su mente se había vuelto un terreno de niebla.
Levantó la vista cuando escuchó su teléfono vibrar. Era Leo.
“¿Sigues viva o el artículo ya te devoró?”
Ella sonrió.
Era típico de él escribir justo cuando más lo necesitaba.
—Casi —tecleó rápido—. Estoy intentando escribir algo decente antes de que mi jefa decida reemplazarme por ChatGPT.
“Dudo que esa IA aguante tus cafés y tus sarcasmos.”
—Muy gracioso. ¿Tú no deberías estar trabajando?
“Lo intento. Pero me distraje pensando en cómo la gente intenta corregir lo que no se puede corregir.”
Clara frunció el ceño.
Leo rara vez se ponía filosófico.
—¿A qué te refieres?
“A eso… a los errores humanos. Esos que uno comete sabiendo que dolerán, pero igual los comete. Y después, cuando intenta arreglarlos, solo los hace más grandes.”
Ella se quedó mirando la pantalla, sin saber si contestar. Era la clase de mensaje que Leo no solía enviar.
Demasiado introspectivo. Demasiado… vulnerable.
—¿Estás bien? —escribió finalmente.
Pasaron tres minutos. Luego cinco.
El cursor parpadeaba como si también esperara.
“Sí, solo pensaba. A veces pienso demasiado, y eso no se corrige.”
Clara sonrió apenas. Lo conocía lo suficiente para entender que había algo más detrás de esas palabras, algo que tenía que ver con ellos. Con su manera de esquivarse, de jugar a que nada importaba cuando en realidad todo sí importaba.
Dejó el teléfono a un lado y se quedó unos segundos mirando el reflejo de la ventana. Su propio rostro le devolvía una expresión cansada, pero también curiosamente viva.
Había algo en esa conversación que la inquietaba.
Y la lluvia, insistente, parecía empujarla a moverse.
La tarde cayó entre nubes bajas. Clara guardó el borrador y cerró la laptop.
Tenía la mente exhausta. Y, sin embargo, algo la impulsó a tomar el abrigo y salir.
El aire olía a tierra húmeda. Caminó hasta el estudio de Leo casi sin pensarlo. No necesitó escribirle antes; sabía que él estaría allí, con su taza de té olvidada y su música bajita, encerrado entre libros, cámaras y caos creativo.
La puerta estaba entreabierta, como si la hubiera estado esperando.
—¿Vas a dejar que entre o vas a seguir con tu aire de filósofo triste? —preguntó ella, asomando la cabeza con una sonrisa.
Leo levantó la vista del portátil. Tenía las gafas torcidas y una expresión entre sorpresa y alivio.
—Depende. ¿Trajiste café o paz interior?
—Solo café. La paz la perdí en el párrafo tres —respondió, levantando el vaso térmico que llevaba.
Él sonrió.
—Entonces eres oficialmente mi heroína.
Ella entró sin pedir permiso, se dejó caer en el sofá y observó cómo él intentaba ordenar unos papeles que claramente no estaba leyendo. El estudio tenía ese desorden que olía a creatividad y frustración: pinceles, notas, una guitarra apoyada contra la pared y una pila de libros a punto de colapsar. Había una tensión rara, esa que se esconde entre la familiaridad y el deseo no admitido.
Clara jugó con la tapa del café, evitando mirarlo demasiado.
—¿De verdad estás bien? —preguntó, rompiendo el silencio.
—Sí. Solo estaba pensando en lo que dijiste ayer.
—¿Sobre qué parte? Porque ayer hablé como tres horas seguidas.
—Sobre cómo todos jugamos a corregir lo que no entendemos.
Ella inclinó la cabeza, curiosa.
—¿Y tú qué quisieras corregir?
Leo se rió, pero no con humor.
—A veces creo que querría corregirme a mí. Pero hasta yo sé que eso no se puede.
Clara lo miró, intentando descifrarlo. Había algo distinto en su voz, más cansado, más honesto.
—¿Por qué dices eso?
—Porque a veces uno se da cuenta de que siente cosas que no debería sentir —respondió él, sin mirarla directamente—. Y ahí empieza la batalla entre lo que sabes que está mal y lo que te hace sentir vivo.
El corazón de Clara dio un salto pequeño, incómodo.
Por un momento, pensó en reírse, cambiar el tema, esconderse detrás de una ironía. Pero no lo hizo.
—¿Y qué pasa si eso que no deberías sentir te hace escribir mejores artículos? —intentó bromear al final.
Leo la miró por fin, y en su mirada no había humor.
—Entonces tal vez valga la pena escribirlos, aunque no se publiquen.